lunes, 29 de diciembre de 2014

SEGUIMOS CON BLAS DE LEZO

La empresa que pusieron más empeño los ingleses fue en la de Cartagena de Indias. En febrero de 1740 tuvo el general Lezo noticias, por diferentes conductos, de las formidables fuerzas que preparaban los ingleses para atacar a Cartagena; estas noticias y las de varias presas que hicieron de algunos buques españoles ricamente cargados, le forzaron a tomar precauciones extraordinarias. Situó dos navíos en Boca-Chica, paso obligado para entrar en la rada, cerró la entrada con cadenas tendidas por fuera de los barcos para impedir la llegada hasta ellos de los brulotes con que pudieran atacarlos, y puso en estado de defensa los castillos que guardaban aquélla. El gobernador de la plaza había muerto el 23 de dicho mes de febrero. El general Lezo tomó, pues, todas las disposiciones conducentes a la defensa. Esta plaza como todas las de América, estaban muy abandonadas. Dos condestables de la escuadra reconocieron la artillería de la plaza y hallaron los cañones incapaces de disparar diez tiros, sin repuesto de balas, y tan solo con 3300 libras de pólvora.



El 13.3.1840 se presentaron ante Cartagena 8 navíos enemigos con 2 brulotes, 2 bombardas y un paquebote; fondearon a unas dos leguas al oesnoroeste de la ciudad. Después de reconocer la costa y tomar las sondas convenientes y establecer el bloqueo, se acercaron las bombardas, situándose este-oeste del convento de la Merced, empezando la ejecución de un tiro con materias incendiarias con el que quemaron varias casas y edificios.  Los cañones de la defensa no llegaban a las bombardas con sus tiros y así continuaron éstos haciendo fuego durante los días 18 y 19. Lezo mandó desembarcar un cañón de 18 que puesto en tierra ahuyentó a las bombardas, con sus certeros disparos. Toda la escuadra británica levó y se retiró a Jamaica, quedando dos navíos bloqueando a Cartagena. Hicieron los ingleses una segunda tentativa, avistándose desde Cartagena 13 navíos y una bombarda que reconocieron la ensenada de Barú. Lezo formó con otros dos navíos, otra segunda línea de defensa de Boca-Chica. Viendo los ingleses esta vigilancia y preparativos, regresaron a Jamaica, sin atacar. El 31 de octubre había llegado de España una escuadra de 10 navíos, mandada por el general Rodrigo de Torres, que facilitó algunos auxilios y permaneció en Cartagena de Indias hasta el 8.2.1741 que salió para La Habana, también  amenazada por los ingleses. Se personó en Cartagena el virrey del Nuevo Reino de Granada Sebastián de Eslava, general muy acreditado por su valor y por su inteligencia. Entre él y Lezo tomaron las medidas, de mar y tierra, conducentes a la defensa, si bien Eslava se encontraba reacio a ello, como acreditan las quejas que Lezo expuso posteriormente para que por el marqués de Villadarias fuesen elevadas al rey. Acusa a Eslava entre otras cosas de poca previsión en el acopio de víveres, así como de que despreciaba los avisos del ataque que se proyectaba, que a Lezo daban sus espías y que después la experiencia demostró tan oportunos. No obstante las diferencias de apreciaciones que pudiesen haber, obedientes ambos a las órdenes que tenían, de colaborar, en todo momento, una vez empezó el ataque, mantuvieron una buena coordinación de esfuerzos. Lezo puso toda su alma  en la empresa e imbuyó el mayor entusiasmo a su gente que fue la que llevó casi todo el peso en el combate.
Las fatigas del sitio, las consecuencias de las heridas sufridas en él y en acciones anteriores y el sufrimiento moral, consecuencia de las diferencias con el virrey, rindieron al fin la fuerte naturaleza de Lezo falleciendo pocos meses después. Algunos años más tarde se concedió a la familia Lezo el marquesado de la Real Defensa, quedando perpetuada de este modo, sus hazañas en Cartagena de Indias.
Las acciones o ataques navales a Cartagena de Indias, por su extensión, merecen o exigen manipular, manejar y utilizar otros documentos…
Otro día será.


¡Feliz año nuevo a todos!  ¡Pacífico y próspero, para todos, año 2015!

viernes, 19 de diciembre de 2014

MAS BLAS DE LEZO

Estudiados y analizados otros documentos, hoy volvemos a hablar de Blas de Lezo.
Habiendo surgido ciertas diferencias con la república de Génova, España estaba resentida por la conducta observada por aquel estado, y no de acuerdo con sus procedimientos, el general Lezo, por orden superior, se personó en aquel puerto con seis navíos y exigió, como satisfacción, que se hiciesen honores extraordinarios a la bandera real de España y que se restituyese inmediatamente la plata que se retenía. Mostrando el reloj a los comisionados de la ciudad que buscaban el modo de eludir la cuestión, fijó un plazo, transcurrido el cual la escuadra rompería el fuego contra la ciudad. Ante esta decidida actitud se hizo el saludo pedido y se transportaron a bordo los dos millones de pesos fuertes, pertenecientes a España, que tenía guardados el banco de San Jorge. De tal cantidad se envió, por orden del rey, medio millón para el infante don Carlos y el resto fue remitido a Alicante para sufragar los gastos de la expedición que se alistaba para la conquista de Orán.
En esta jornada arbolaba su insignia, el general Lezo, en  el navío Santiago, ejerciendo sus funciones de segundo jefe de la escuadra mandada por el teniente general Francisco Cornejo. Ésta estaba compuesta de 12 navío de guerra españoles, 2 bombardas, 7 galeras de España, 2 galeotas de Ibiza y 4 bergantines guardacostas de Valencia. En 15 de junio salió la expedición de Alicante para Orán, llegando el 28 a esta plaza. La escuadra española escoltaba a una expedición de tropas mandada por el conde de Montemar, veintiséis mil hombres llevados en 535 buques transportes. Se verificó el desembarco en la cala de Mazalquivir, protegido por el fuego de los buques; José Navarro, entonces capitán de navío, comandante del Castilla, mandaba las embarcaciones menores “como más antiguo capitán”. Se atacó a Mazalquivir y cuando lo vieron tomando los defensores de Orán, abandonaron la plaza rodeada de murallas y guardada por cinco castillos. Una vez ocupada Orán  y convenientemente guarnecida, Lezo regresó a Alicante escoltando 120 embarcaciones de transporte. Terminadas las operaciones sobre la costa africana, se dirigió la escuadra a Cádiz, donde entró el 2.9.1732.



Las potencias berberiscas, alarmadas con la toma de la plaza de Orán, se coligaron para reconquistarla, atacándola por tierra y bloqueándola por mar. Con este motivo salió Lezo, con los dos navíos que en Cádiz estaban más preparados, el Princesa y el Real Familia, a los que se unieron después otros cinco. Levantó el bloqueo y metió en la plaza los necesarios socorros, dedicándose después a dispersar a la fuerzas navales enemigas. Determinó aniquilar a la capitana de Argel, un buque de 60 cañones; lo encontró y empezó a batirlo, pero los argelinos huyeron con fuerza de vela, perseguidos por Lezo, refugiándose en la ensenada de Mostagán, defendida por dos castillos a la entrada y por una fuerza de cuatro mil hombres que acudió de las montañas vecinas al darse la alarma. Entró Lezo tras el navío, a pesar de los disparos de los castillos y de los que se le hacían de todas partes, y, echando al agua lanchas armadas, prendió fuego a la tan bien protegida capitana de Argel.
Esta acción de la mayor intrepidez, que no podían esperar los argelinos, les alarmó de tal modo que les hizo pedir socorro a Constantinopla. El general Lezo al saberlo, tras reparar ligeramente sus barcos, en Alicante, pasó a cruzar desde Galita hasta el cabo Negro y Túnez, a la espera del socorro solicitado, para batirlo. Permaneció en el mar 50 días hasta que una epidemia infecciosa, originada por la corrupción de los alimentos, le obligó a regresar a España, tocando antes en Cerdeña para hacer nuevos víveres en la cantidad necesaria para poder llegar a Cádiz. Tuvo, no obstante, que entrar en Málaga donde dejó gran número de enfermos, entre ellos el guardiamarina Jorge Juan que con tan buen maestro como Lezo hacía sus primeras armas. También llegó Lezo enfermo de gravedad a Cádiz. El rey le manifestó su aprecio y como recompensa a los distinguidos servicios le promovió a teniente general el 6.6.1734.
Desempeñó la comandancia general del departamento de Cádiz; al año siguiente (1735) fue llamado a la corte y, ya de regreso en el Puerto de Santa María, en 23.7.1736, fue nombrado comandante general de una flota de ocho galeones y dos registros, que escoltados por los navíos Conquistador y Fuerte habían de despacharse para Tierra Firme. Salió con su flota el 3 de febrero de 1737, llegando a Cartagena de Indias el 11 de marzo, quedando de comandante general de aquel apostadero, tan importante para la defensa del mar de las Antillas. En noviembre de 1739, ya declarada la guerra con Inglaterra, tuvo noticias que en Jamaica se estaba alistando una importante expedición con fuerzas de desembarco que llegaban de Europa. Jamaica fue el punto de partida en diferentes ocasiones, de ataques a los puertos españoles: La Habana, Portobelo y el castillo del río Chagres, entonces éste navegable, y constituyendo parte de la vía de comunicación del Atlántico con la ciudad de Panamá y el mar del Sur.            (continuará)

  

¡Felices fiestas a todos! ¡FELIZ NAVIDAD!          

miércoles, 26 de noviembre de 2014

MÁS RECUERDOS

El inefable Capitán Tajamar, el arcaísmo viviente, desengañado, me dijo también aquella noche en un tono reflexivo como si estuviera hablando consigo mismo: “Sólo sobreviven los más aptos a la deslealtad”. Y se quedó un buen rato callado. Hasta que, al fin, volvió a hablar. Y dijo: “Callando es como se aprende a escuchar. Escuchando es como se aprende a hablar. Y hablando es como se aprende a callar”.  Había nacido, según me confesó, en Pasajes. Cuando le dije que allí también había nacido Blas de Lezo, me contestó “Sí, como el gran almirante, héroe de Cartagena de Indias. ¡Cuánto daría yo por ser como él!”
La biografía del gran marino español es  amplia y extensa. Veamos. Blas de Lezo se educó en un colegio de Francia y salió de él en 1701, para embarcar en la escuadra francesa, como guardiamarina. Luis XIV había ordenado que hubiese el mayor intercambio posible, de oficiales, entre los ejércitos y las escuadras de España y Francia, así como también fueran comunes las recompensas. De este modo vemos al joven Lezo, a la temprana edad de 17 años, embarcado de guardiamarina, en el año 1704, en la escuadra del conde de Toulouse, gran almirante de Francia, con ocasión en que cruzaba frente a  Vélez-Málaga (agosto 1704), y reñía un combate contra otra angloholandesa, primera acción de armas en que participaba. La escuadra francesa había salido de Tolón y en Málaga se habían unido algunas galeras españolas mandadas por el conde de Fuencalada, única fuerza disponible. Se componía pues la escuadra francoespañola de 51 navíos de línea, 6 fragatas, 8 brulotes, y 12 galeras, sumando un total de 3577 cañones y 24 277 hombres. La escuadra angloholandesa mandada por el almirante Rooke estaba compuesta por 53 navíos de línea, seis fragatas, pataches y brulotes con un total de 3614 cañones y 22 543 hombres. Fue tan empeñada la lucha que los de uno y otro bando quedaron muy maltratados, atribuyéndose ambos la victoria. No hubo navíos rendidos ni echados a pique, pero sí muchos daños en cascos y aparejos. Tuvo la escuadra francoespañola  3048 bajas, entre ellos dos almirantes muertos y tres heridos, uno de éstos el general en jefe conde de Toulouse. Las de los angloholandeses fueron 2719 bajas, de ellos dos altos jefes muertos y cinco heridos. Afortunadamente para los angloholandeses, no volvió a trabarse la batalla, pues estaban muy escasos de municiones. Lezo se distinguió en la acción por su intrepidez y serenidad; la tuvo en tal grado que habiéndosele llevado la pierna izquierda una bala de cañón, siguió con gran  estoicismo en su puesto de combate, mereciendo el elogio del gran almirante francés. Por su comportamiento, fue Lezo ascendido a alférez de navío. Siguió su servicio a bordo de diferentes buques, tomando parte en las operaciones que tuvieron lugar para socorrer las plazas de Peñíscola y Palermo, en el ataque al navío inglés Resolution de 70 cañones, que terminó con la quema de éste, así como en el apresamiento de dos navíos enemigos que fueron conducidos a Pasajes y a Bayona. Ascendido a teniente de navío fue destinado a Tolón y allí combatió en el ataque que en dicha plaza y puerto dio el duque de Saboya, en 1707. Lezo se batió con su acostumbrado denuedo en la defensa del castillo de Santa Catalina perdiendo en esta acción su ojo izquierdo.




Con ocasión de los aprovisionamientos al ejército con que Felipe V cercaba por tierra a Barcelona, se dio a Lezo el mando de alguno de los convoyes de municiones y pertrechos de guerra que se le enviaban desde Francia. Burló la vigilancia de los barcos aliados angloholandeses, que apoyaban por mar al archiduque Carlos. En cierta ocasión, cercado por todos lados, tuvo que recurrir, para pasar, al heroico medio de prender fuego a parte de sus barcos para penetrar a través del incendio abriéndose paso, al propio tiempo, a cañonazos. A los seis años de servicio y 23 de edad, fue ascendido a capitán de fragata y mandando una en la escuadra de Andrés del Pez, llegó a hacer once presas, la menor de 20 cañones, y una de ellas la del navío inglés Stanhope, recibiendo nuevas heridas en este combate. Ascendió a capitán de navío en 1712, y al año siguiente tomó parte en las operaciones en el segundo ataque a Barcelona, cercada por tierra por el duque de Berwick, teniendo varios encuentros con el enemigo, en uno de los cuales recibió otra herida que le dejó inútil del brazo derecho. En 1714, también en la escuadra de Andrés del Pez, pasó a Génova para traer a España a la reina Isabel de Farnesio; pero, al resolver venir por tierra la reina, regresó la escuadra y se preparó para la expedición de recobro de Mallorca, que tuvo lugar al siguiente año, 1715, tomando parte en ella el buque de Lezo y seis navíos más, con diez fragatas, dos saetías, seis galeras y dos galeotas; todas estas fuerzas al mando del gobernador general de la armada Pedro Gutiérrez de los Ríos, conde de Fernán Núñez. Apenas desembarcaron los diez mil hombres, que llevaba la  escuadra en los transportes, los mallorquines se sometieron a Felipe V.
En 1716, mandando Lezo  el navío Lanfranco, se incorporó éste a la escuadra del general Chacón, destinada a recoger la plata y a auxiliar a los galeones perdidos en el canal de Bahama. Poco después, se agregó a dicho navío una escuadra destinada a los mares del Sur, a cargo de los generales  Bartolomé de Urdinzu y Juan Nicolás Martínez. Con el Lanfranco iban el Conquistador, el Triunfante y la Peregrina. Tenían como objetivo la limpieza de corsarios, piratas y de buques extranjeros que, haciendo un comercio ilícito, perjudicaba grandemente a la hacienda española. Después de siete años de este servicio, recayó, al fin  en Lezo, el mando de esas fuerzas navales del mar del Sur el 16.2.1723, capturando seis navíos de guerra,  por un valor, sólo de su carga, de 3 000 000 de pesos; tres de ellos se agregaron a la armada real. Durante este período realiza Lezo numerosas salidas en las que sostiene combates, limpiando las aguas de Chile y Perú de corsarios enemigos. Permaneció en los mares del Sur hasta el año 1730 en que fue llamado a España por orden del rey. La corte estaba en Sevilla y allí se dirigió Lezo para informarle de todas las vicisitudes de su último mando.  Obtuvo la aprobación real y, como recompensa a sus valiosos servicios, fue promovido a jefe de escuadra. Permaneció en el departamento de Cádiz hasta el 3.11.1731, en que embarcó en una de 18 navíos de línea, 5 fragatas y 2 avisos, mandada por el marqués de Mari, destinada al Mediterráneo, para asistir al infante don Carlos en las dificultades que pudieran surgirle en su toma de posesión de los estados de Italia, a la muerte del duque de Parma, Antonio Farnesio (20.1.1731). Existen cartas firmadas por el conde de Santi-Esteban en que, por orden de S.A. Real, se expresa la satisfacción que causaron los buenos servicios del general Lezo.
Seguiré estudiando, analizando y considerando los legajos y las documentaciones y os pondré al corriente de más episodios de Blas de Lezo…   

 


                                                          

lunes, 27 de octubre de 2014

RECUERDOS

Todos sabemos que la titulogía nada tiene que ver con la tautología; ésta es pleonasmo, redundancia, repetición. Dicho lo cual, entramos en materia.
Afirmaba don Miguel de Unamuno que quien no tiene recuerdos no tiene esperanzas. Y Gustavo Adolfo Bécker aseveraba que mientras haya esperanzas y recuerdos ¡habrá poesía!
Por eso hoy, como siempre, me sumerjo en las aguas del recuerdo para emerger, luego, en las de la ilusión y la confianza. Después de un breve monólogo interior éste es el resultado.
Aquél hermoso día de finales de mayo, al atardecer, con el cielo embellecido por un arrebol, en la pequeña terraza de la taberna del puerto –“El Refugio”-  Capitán Tajamar, amargado y desilusionado, me dijo: “Desengáñese, el viento, el huracán, el trueno, el rayo, jamás destruyeron como saben destruir el rencor y la venganza. Las sirtes de los escollos no tienen dobleces como las traiciones de los hombres. La ola que se encrespa, te hiere pero no te injuria. El mar mata, pero no calumnia”. El viejo marino siempre hablaba con sinceridad y mesura. Con nobleza. ¡Qué  escaso anda todo eso!
¡Cuántas aventuras habrá vivido el anciano capitán para hablar así! ¡Cuántos naufragios, zozobras y hundimientos de la amistad! ¡Y cuánta razón tenía el viejo lobo de mar! Las felonías que había sufrido y que me contó daban para escribir, como Jorge Luis Borges, otra “Historia universal de la infamia”. Ya  sabemos que el hombre es un lobo para el hombre, homo homini lupus, pero tanta canallada es difícil de soportar. Muy difícil. Él lo sufrió y lo aguantó. Bienaventurados los mansos. Bienaventurados.



Había abdicado el crepúsculo y ya reinaba la noche. Serena. En calma. Brillaban las incalculables estrellas -tantas veces vistas desde las cubiertas, desde las amuras, desde la borda- y me quedé unos segundos mirando la esfera celeste y me acordé de unos versos de fray Luis de León: Cuando contemplo el cielo / de innumerables luces adornado… Por asociación de ideas me acordé, también, de una frase de Kant: Dos cosas hay que atraen más que ninguna otra la atención del humano espíritu, cautivándolo con profunda y siempre nueva admiración: la ley moral dentro de nosotros y el cielo estrellado sobre nosotros. En verdad que nos seduce y encanta el firmamento. En verdad que nos atrae y fascina la bóveda celeste. ¿Será posible echar el ancla de la Esperanza, algún día, en los luceros? Apacible noche. La luna en el mar riela. Reverbera. Pedimos otras jarras de cerveza… Y me siguió contando traiciones, perfidias, deslealtades, alevosías, falsedades, insidias e infidelidades. Toda una ristra. Luego estuvimos largo tiempo callados. Oyendo la soledad sonora. Poniéndonos cada uno en el lugar del otro. Tratando de comprendernos. Tratando de ser empáticos. Ser conocedor de silencios es haber alcanzado un alto grado de la sabiduría humana: el silencio es un producto de la cultura. Me pregunto como Rilke: ¿Son por ventura los hombres lo bastante silenciosos para que los cantos puedan dormir en sus corazones? El silencio, además de un placer, constituye una necesidad fisiológica como el sueño y el alimento. Por lo menos para mí. Estos son algunos de mis recuerdos de aquellos tiempos que, hoy, me vienen a las mientes.

Hay que hacer lo que se ama y hay que amar lo que se hace. Eso pretendo. En eso estamos… 

lunes, 20 de octubre de 2014

OTOÑO

En el otoño… Dejemos hablar a José Martínez Ruiz. Azorín escribió: “En el otoño se celebra en Madrid la feria de los libros. En el otoño… Han pasado los días ardientes del verano. Ha quedado un cielo azul –un poco pálido- y un ambiente gratamente fresco. Los higos comienzan a amarillear. Se recogen las frutas que en las anchas cámaras campesinas, allá en los pueblos, allá en las llanuras y montañas, han de esperar el invierno colgadas con vencejos de largas cañas, colocadas en blandos lechos de pajas. ¿No hay en el aire una resonancia, una cristalinidad que no había en el verano?”
Eso escribía Azorín en “Un pueblecito: Riofrío de Ávila”. El verano… El verano y el síndrome de disfunción lagrimal no me han permitido escribir cartas a mis hipotéticos o posibles lectores durante varias semanas. La vista, dicen,  es el más noble de  los sentidos y hay que cuidarla. Gracias a la afable y agradable oftalmóloga ya sé qué es el humor vítreo y el acuoso, la córnea y la conjuntiva, la pupila y el cristalino, el iris y la esclerótica, el músculo oculomotor y la mácula lútea (parte de la retina en que la visión es más nítida), el nervio óptico y la retina. La cordial y cortés señora hasta me puso al  corriente de lo qué son las glándulas de Meibomio o glandulae tarsalis. Como podéis observar y contemplar no hay mal que por bien no venga…
Me pregunto si Argos, apodado Panoptes, el que todo lo ve, que tenía cien ojos, la mitad de los cuales permanecían abiertos durante el sueño, también tenía disfunción lagrimal. Si así fuera ¡menudo negocio para los oculistas! ¡Un paciente con cien ojos! ¡Qué maravilla!
Y hablando de las lumbreras bebamos, también,  algo en “El Criticón” de Baltasar Gracián: “Salió de Madrid como se suele, pobre, engañado, arrepentido y melancólico. A poco trecho que hubo andado, encontró con un hombre bien diferente de los que dejaba: era un nuevo prodigio, porque tenía seis sentidos, uno más de lo ordinario. Hízole harta novedad a Critilo, porque hombres con menos de cinco ya los había visto, y muchos, pero con más, ninguno: unos sin ojos, que no ven las cosas más claras, siempre a ciegas y a tienta paredes, y con todo eso nunca paran, sin saber por donde van; otros que no oyen palabra, todo aire, ruido, lisonja, vanidad y mentira; muchos que no huelen poco ni mucho, y menos lo que pasa en sus casas, con que arroja mal olor a todo el mundo, y de lejos huelen lo que no les importa; éstos no perciben el olor de la buena fama, ni quieren ver ni oler a sus contrarios, y teniendo narices para el negro humo de la honrilla, no las tienen para la fragancia de la virtud.” El párrafo sigue pero lo corto aquí porque es, para mí, lo más expresivo, gráfico, revelador y significativo. ¡Grande Gracián!



¿Y las velas? ¿Y los vientos? ¿Qué será de ellos? Las velas y los vientos seguirán existiendo, claro. Unas veces soplarán con más fuerza, otras con menos. Pero seguirán silbando. O corriendo. O bramando. O rugiendo… El viento, el aire, la brisa, el céfiro, el vientecillo… El viento por el que siento o  tengo más simpatía es la brisa suave y apacible; es el hálito, el soplo dulce y bonancible del aire.   
Estamos en otoño. La estación más noble. La que inventó, dicen,  el pintor Claudio de Lorena, el Lorenés, para la imaginación del mundo. Capear el temporal es soportar las contrariedades; es sortear con habilidad alguna dificultad o las consecuencias desagradables de algo. Y todos tenemos que pasar crujía alguna vez. Y, ¿qué es una crujía? Según el contexto o ambiente puede ser la línea central de una cubierta, en el sentido proa-popa y paralela a la quilla. En los antiguos buques de madera reforzados con los tablones denominados “cuerdas”, se entendía también por crujía el espacio ocupado por éstas en el centro y de proa a popa. En otro entorno, en esos mismos buques, la parte de cubierta de popa a proa comprendida entre las cuerdas y la artillería. En otra circunstancia, en las galeras, espacio libre o corredor de popa a proa, entre los bancos de los remeros. Y en los botes y demás embarcaciones menores, parte del fondo ocupado por las panetas. (Panetas son cada una de las tablitas levadizas que por la línea del centro que va de popa a proa, en los botes grandes o falúas, se endentan o encajan de un banco a otro para que la gente pase sobre ellas con toda seguridad). Pasar crujía era sufrir un delincuente el castigo de dos o tres  golpes de rebenque dado por cada uno de los individuos que se colocaban para esto en dos filas, castigo  al que también se daba el nombre de bolina. En crujía era a medio o en medio del buque.
Pero vocablos como norte, bóreas, aquilón, tramontana, siempre estarán presentes y serán recordados. O como sur, noto, austro, ostro, sueste, eternamente serán rememorados.  O como este, leste, levante, oriente, euro, solano, perennemente serán evocados.  O como oeste, poniente, céfiro, algarbe, sempiternamente serán traídos a la memoria. O como nordeste, gregal, tracias, maestral, de por vida serán rememorados. O como noroeste, cauro, coro, regañón, gallego… O como sudeste, siroco, jaloque, lebeche, ábrego, áfrico.
¡Cuánta eufonía tienen, para mí, estas palabras! ¡Cuánta armonía! ¡Cuánta añoranza! ¡Cuánta nostalgia! ¡Cuánta melancolía! Estamos en otoño y en el otoño de la varonil edad. Ahora estoy al socaire, abrigo  que ofrece una cosa por sotavento o lado opuesto a aquel  donde sopla el viento. Esperemos que la nave no se vaya a la deriva, al garete. Sin rumbo. Sin gobierno. Esperemos. ¡Pobre barquilla mía, /  entre peñascos rota, / sin velas desvelada,  /  y entre las olas sola!  
El mar -pérfido, traidor- esconde rocas aleves, áridos escollos; falsos señuelos son las lejanas cumbres que engañan a las naves… Ya no hay faros que nos alumbren, ya no hay guías que nos orienten, ya no hay norte al que buscar… Me pregunto dónde está el faro de Malta. “Aquí está, dices, / sin voz hablando al tímido piloto, / que como a numen bienhechor te adora, / y en ti los ojos clava”.
 Malta… “¡¡Malta!! ¡¡Malta!!, gritaron; / y fuiste a nuestros ojos la aureola / que orna la frente de la santa imagen / en quien busca afanoso peregrino /  la salud y el consuelo”.
Estamos en otoño. La estación que inventaron los pintores… ¿O fueron los poetas?

martes, 22 de julio de 2014

LAS MOSCAS

Estío. Hastío. Pereza. Vagancia. Las moscas. Mosca común o Musca domestica. Insecto de la familia múscidos, uno de los animales más conocidos y molestos para el hombre en todos los climas y regiones. Son inaguantables e insoportables. Pesadas e impertinentes. Ni con matamoscas químico ni con pala matamoscas se las ahuyenta. (Habría que probar con la planta carnívora, llamada atrapamoscas, cuyas hojas terminan en lóbulos oponibles que se juntan para retener insectos; familia droseráceas). Mosca tse-tse, insecto díptero que transmite el protozoo parásito que produce la enfermedad del sueño. Glossina palpalis y otras especies. Machado, Antonio, les dedicó estos versos “Vosotras, las familiares, / inevitables golosas, / vosotras, moscas vulgares, / me evocáis todas las cosas. / ¡Oh viejas moscas voraces / como abejas en abril, / viejas  moscas pertinaces / sobre mi calva infantil!”
Estío. Hastío. Abulia. Apatía. Y sigue Machado: “¡Moscas del primer hastío / en el salón familiar, / las claras tardes de estío / en que yo empecé a soñar! Y en la aborrecida escuela, / raudas moscas divertidas, / perseguidas / por amor de lo que vuela, / -que todo es volar- sonoras, / rebotando en los cristales / en los días otoñales… / Moscas de todas las horas, / de infancia y adolescencia, / de mi juventud dorada; / de esta segunda inocencia, / que da en no creer en nada, / de siempre… Moscas vulgares, / que de puro familiares / no tendréis digno cantor: / yo sé que os habéis posado / sobre el juguete encantado, / sobre el librote cerrado, / sobre la carta de amor, / sobre los párpados yertos  / de los muertos.”
Estío. Hastío. Desidia. Inercia. Atonía. El de Sevilla, quien escribió La Lola se va a los puertos y La duquesa de Benamejí, continúa: “Inevitables golosas, / que ni labráis como abejas, / ni brilláis cual mariposas; / pequeñitas revoltosas, / vosotras, amigas viejas, me evocáis todas las cosas.”
Canícula. Verano. Las moscas… Indolencia… Somnolencia… Letargo… Modorra… ¿Me habrá picado la Glossina palpalis?
Mosca es, también, el nombre de una constelación austral situada entre las de la Quilla, la Cruz del Sur, el Centauro, el Ave del Paraíso y el Camaleón. Nombre latino Musca; abreviatura Mus. Su astro principal, Muscae, es una estrella de tercera magnitud.
¡Ah! Se me olvidaba: Aquila non capit muscas. Locución latina que significa “el águila no caza moscas” y que indica que un ánimo fuerte o una gran inteligencia no se preocupa de pequeñeces. Ni de minucias. ¿Y por qué digo todo esto?  Por si las moscas, claro…

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (LI)

Capear es estar a la capa, o disponer el aparejo de un buque de vela de modo que éste pueda aguantarse sin ir apenas avante y logre crear un remanso a barlovento que evite que la mar rompa directamente contra él. El objeto de esta maniobra es soportar un fuerte temporal, o esperar vientos favorables a la derrota pretendida.
Para capear, debe buscarse una posición de equilibrio tal con las velas, que el buque, teniendo el timón a la vía, vaya abatiendo sin caminar casi nada avante. Una vez lograda esta posición de equilibrio y con el timón a la vía, si el buque parte rápidamente al puño, lo cual se aprecia porque entonces entran golpes de mar por la proa, a causa del veloz avance de ésta, se deben acortar las velas de popa o aumentar las de proa, lascando un poco la escota del triángulo de capa o cazando la trinquetilla, para reducir el gran momento de orzada del buque. Si al contrario, el buque arriba con fuerza y por ello coge mucha arrancada, se debe disminuir a proa y aumentar a popa, efectuando la maniobra inversa a la anterior. Una vez obtenida la posición de equilibrio conveniente, el buque va avante y abate; a medida que va orzando, las velas reciben menos viento y disminuye su andar, lo cual, unido al efecto de la mar sobre la amura de barlovento llegará a dejarlo parado, mas en seguida que empieza a ir atrás, como abate, arribará, y entonces al comenzar las velas a tener más viento, volverá el buque a pararse y luego arrancará otra vez avante, para repetir el ciclo de maniobra descrito.
Capear con la mayor sola. Dado que esta vela se halla cerca del centro de gravedad del buque, la porción de ella a proa de dicho centro le hará arribar, y la de popa, orzar, Consiguiéndose el equilibrio con ambos efectos. Pero si el viento aumenta, también aumentará la escora, y con ésta, la tendencia a orzar; en este caso se debe arriar lo necesario la escota de la mayor para que el remanso no se separe del costado. Dicho método es bueno mientras las olas no sean grandes, de lo contrario, al estar el buque en un seno, la vela quedaría sin viento, y al recibirlo de nuevo daría fuertes zapatazos, haciendo trabajar mucho al casco y al aparejo, aparte del peligro de que se rife la vela.
Capear con la gavia sola. La vela de gavia se halla respecto al centro de gravedad en la misma situación que la mayor. Si bien más alta, en cambio más pequeña y tiene la ventaja que aun con olas muy grandes no se queda sin viento.
Capear con las mayores solas. Entonces el buque tiene un momento de orzada pequeño y caminará. Se puede usar este método si las olas no son grandes y el viento no es muy duro, y aun en estas condiciones, si el palo mayor está situado muy a popa.
Capear con trinquete y cangreja. Con esta disposición, sin mayor y con cangreja o mesana, aumenta mucho el momento de orzada y es fácil lograr el equilibrio deseado braceando el trinquete, tomándole rizos, antagallas a la mesana o sustituyéndola por el triángulo de capa; la maniobra depende de la posición de los palos trinquete y mesana, así como de la superficie de las velas.
Capear con trinquete, gavia y cangreja. Se adopta este sistema, que deja al barco muy bien aguantado, cuando el tiempo no sea de gran dureza.
Capear con trinquetilla, gavia y cangreja. Es propio para grandes temporales. Al sustituir el trinquete por la trinquetilla se disminuye en gran parte el momento de arribada, y como por ello habrá mucha vela a popa, debe cambiarse la mesana por el triángulo de capa.
 Capear con trinquetilla, cangrejos mayor y mesana, o trinquetilla, o trinquete y estayes mayor y mesana. Se combinan de acuerdo con las características del buque, al cual de esta  forma se aguanta mucho y no da fuertes balances; las velas se mantienen en viento muy bien, a no ser que las olas sean grandes.
Capear a palo seco o a la bretona. Es el sistema empleado en los grandes temporales en que el buque no soporta ninguna vela izada. El aparejo se bracea con objeto de que el viento obre sobre él de modo semejante a las velas: el trinquete en cruz y los dos palos por barlovento. Puede darse un ancla flotante por la amura o aleta de barlovento, según se quiera orzar o arribar, así como cambiar pesos a bordo, hacia proa si se pretende orzar y hacia popa para arribar; el timón a la vía, como en los casos anteriores.
Precauciones al capear. Si el tiempo arrecia y el buque da grandes balances, que harán trabajar mucho a la arboladura, se echan abajo los juanetes y sobres, siempre por barlovento, a fin de que vengan por la cara de popa de las vergas, arriándolos por una burda para que queden desatracados y aguantados; el turbante se da a la banda de barlovento y al tener zafo el racamento, se pasa un cabo por seno a la verga y al mastelerillo, para que al embicarla no campanee con los balances; a continuación se entra de la braza de barlovento, hasta tener el penol bajo por la cara de popa del amantillo y verga de juanete, si es en un sobre, y de la gavia, si se refiere al juanete; luego se desencapilla, dando el racamento con sus llave a una de las burdas, y arría desencapillando el penol alto; entonces la verga desciende guiada por la burda y sin campanear, aun con fuertes balances. En ocasiones se calan los mastelerillos, dándoles un cabo por seno con el mismo objeto de antes, o sea, impedir el campaneo; al tener la coz en la gavia, se lleva a popa y a barlovento, hasta una burda, donde se pasa un cabo por el ojo de la cuña y así desciende el mastelerillo guiado por la burda; esta maniobra es poco corriente y con la disposición de muchos masteleros y mastelerillos modernos ya no puede hacerse. Otra precaución es calar el botalón de petifoque y hasta el de foque, así como también, dar aparejos reales a los palos y estayes, los de estrellera a los masteleros de gavia y llaves de banda a banda de los obenques para templarlos bien. Con fuertes balances los amantillos irán muy tesos con objeto de que las vergas no se embiquen y por esto rompan, en particular la de gavia; lo mejor en tal caso es coser un motón en los penoles y pasarle un cabo firme al cabillero. En cuanto al timón, se aguanta trincado a la vía, con cuñas y aparejos si ello hiciera falta. Respecto a las velas, se pasan drizas a las mayores, dan escotas y amuras dobles, y refuerzan los cabos de maniobra, culebreando las que estén aferradas para evitar el que se desfalden y rifen.

Levantar la capa y ponerse a correr. Si la fuerza del temporal es tan grande que no permita al buque aguantarse capeando o porque en la derrota se presente un obstáculo que exija el cambio de rumbo, se levantará o romperá arribando con prontitud a fin de atravesar el buque a la mar en el menor tiempo posible. Antes se trincará todo bien a bordo para evitar averías en los grandes bandazos que el buque ha de dar mientras reciba la mar de través. En el momento en que se observen los tres golpes de mar de ordenanza, se carga la mesana y la vela de gavia si se capea con ella, al venir el tercero de estos golpes, metiendo la caña de arribada e izando el contrafoque en cuanto haya pasado; al caer el buque un par de cuartas se arría sobre la vuelta la escota del trinquete, porque de lo contrario aquél se azorra y opone a la arribada; así que el viento vaya abriendo se bracea el trinquete y arría la escota del contrafoque y trinquetilla, y al quedar el contrafoque al socaire del trinquete, se arría. Cuando el buque tiene el viento a unas trece cuartas se levanta el timón, para ponerle a la vía al recibir el viento en popa, y en disposición de aguantar en contra si fuera preciso. Ahora, ya en popa, el buque está en condiciones de correr, y la posición mejor será aquella en la cual no dé grandes guiñadas con la proa levantada y que los golpes de mar no asalten la popa. ¿Alguna duda, caballeros? No, ¿verdad? Pues, por hoy basta. Hasta la próxima clase, queridos alumnos. Nos vemos…

miércoles, 18 de junio de 2014

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (L)

A pocos de estos barcos les llegó la hora del desguace. Los que no sucumbieron trágicamente por naufragio o incendio, terminaron sus días tristemente como pontones en las bases carboneras que fueron creando para abastecer a los vapores. El James Baines, aquel espléndido clíper que despertó la admiración de la reina Victoria, cuando le hizo una visita en 1857, mientras embarcaba tropas que iban a reprimir las revueltas de los cipayos , quedaba casi totalmente destruido al otro año en el muelle de Liverpool a causa de un incendio, siendo considerado el accidente como una verdadera desgracia nacional. Víctimas del fuego, desaparecieron también el Sovereing of the Seas, el año 1861, mas de éste hubo la sospecha de que fue intencionado: poco después le ocurría lo propio en Melbourne al primer Empress of the Seas, y, fondeado en la misma rada, en 1869, al Lightning, por combustión espontánea en el cargamento, que era de lana, siendo tan vivo el incendio que, a pesar de los grandes trabajos desarrollados, no pudo conseguirse extinguirlo, y aun, remolcado mar afuera, continuaba ardiendo sin hundirse, cosa que se intentó acelerar a cañonazos y con barrenos; por fin, cuando toda la obra muerta desapareció víctima del fuego, se volaron los restos.
Del Blue Jacket, abandonado por la tripulación cuando se encontraba envuelto en llamas a la altura de la Malvinas, en 1859, se encontró más tarde el mascarón de proa en la costa de Australia, a la altura de Fremantle. Un caso extraordinario es el del Fiery Star, que con fuego a bordo durante un viaje de regreso a Europa, y perdida la esperanza de sofocarlo, se embarcaron en los botes los pasajeros y una parte de la tripulación, entre ellos el capitán, continuando a bordo el primer oficial con diecisiete hombres, tratando inútilmente de reducirlo;  al cabo de veintiún días, cuando por efecto de las llamas amenazaba hasta el trinquete venirse abajo, se vieron providencialmente salvados por otro barco. Del Indian Queen se cita la aventura siguiente: Navegando por latitudes altas, entre Australia y América, chocó con un “iceberg”, produciéndose tan graves averías que el capitán, en unión del contramaestre y dos marineros, lo abandonaron, embarcándose en un bote; el resto de la tripulación trabajó denodadamente por achicar el agua que entraba en el buque, logrando llegar cuarenta días después a Valparaíso, mientras que de los otros no se ha vuelto a tener noticias.
En dos épocas perfectamente definidas, puede dividirse la historia de los clíperes ingleses. La primera termina con los barcos mencionados, o sea de construcción de madera, y a la otra deben adscribirse los de construcción metálica y mixta. El desarrollo del comercio británico por mar en esta primera etapa resulta tan extraordinario que basta comparar las estadísticas de los intercambios de principios del siglo XX con los de 1870, fecha en que, sin incurrir en grandes errores, podemos fijar para el comienzo de la otra, y resulta de esta comparación un aumento en aquéllos de cerca de 12000 millones.
En 1861, al estallar la Guerra de Secesión americana, la cifra total de buques mercantes de los Estados Unidos era muy similar a la de Inglaterra. A partir de entonces cada año apareció una mayor diferencia a favor de la marina inglesa, que en 1º de julio de 1939 poseía 21 215 262 toneladas, mientras la americana, siguiéndole en importancia, sólo contaba con 12 003 028 de los 69 439 659 a que ascendía el tonelaje mundial, medido en toneladas brutas, como es costumbre para los barcos de comercio.
Las causas por las cuales inició la Gran Bretaña este ascenso, que por ser importante y continuo la llevó a ocupar destacadamente el primer puesto entre todas las flotas mercantes del mundo, deben buscarse en la crisis financiera que azotó a los Estados Unidos en aquella época y, más principalmente, en el gran desarrollo de la industria británica. Hasta tal fecha, en la construcción de buques mercantes de madera, los astilleros americanos, según se dijo, habían alcanzado mayor perfeccionamiento, pero ya esta clase de veleros –estamos todavía en los tiempos del apogeo de la vela- iban sustituyéndose paulatinamente por los de estructura compuesta o mixta, es decir: quilla, roda, codaste y forros interior y exterior, de madera; cuadernas, baos y sobrequilla de hierro o acero. Y éstos, a su vez, lo fueron muy pronto por los de construcción enteramente metálica.
Como la cantidad de hierro extraída por los Estados Unidos hasta 1890 fue menor que la de Inglaterra, en ese lapso prosperó más la industria de la construcción naval de este último país, saliendo de los astilleros de Clyde y del Támesis, de Liverpool y de Aberdeen, espléndidas unidades de vela –hacemos abstracción de los vapores- que constituyeron la base y el origen de su gran flota actual. De aquellos veleros de hierro y madera, que abarcan un corto período de transición, singularmente interesante, pues muestran la evolutiva cautela de la arquitectura naval, uno de los más renombrados fue el Torrens, de 1335 toneladas brutas, construido en Inglaterra el año 1875 para el transporte de pasajeros. Como casi todos los buques de su tiempo, tuvo una vida muy azarosa, y por el año 1893 estuvo embarcado de primer oficial en él Joseph Conrad, quien luego, desde su retiro de navegante, a través de tantas página bellas, rememoraría mucho de cuanto vivió a bordo, encontrando en las gentes de mar, en los barcos y en el océano, su mejor fuente de inspiración. En el puerto de Génova, cementerio de numerosas naves de vela y vapor, quedó desguazado el Torrens en 1910 después de haber navegado con bandera italiana en sus últimos años.
El mayor de todos los clíperes de esta clase era el Sobraon, de 3200 toneladas, si bien no puede señalarse entre los que efectuaron el viaje a Australia en menos tiempo, ya que sus travesías más rápidas a Melbourne y Sidney fueron en sesenta y ocho y setenta y tres días, respectivamente. En cambio, gracias al acertado mando del capitán Elmslie (sic), se libró siempre de accidentes graves, aun cuando en dos ocasiones estuvo a punto de perderse a causa de la niebla, y, en otras tantas de quedar destruido por el fuego.

El Thermopylae y  el Cutty Sarck han sido tan populares en el mundo británico, que sus partidarios llegaron a dividirse en bandos, achacándoles hazañas fabulosas; no obstante, sin exageración de ningún género, la historia de ambos es de las más notables. El Thermopylae, de 991 toneladas brutas y 70 metros de eslora, se construyó en el año 1868; un año después lo fue el Cutty Sarck, con características muy similares. El primer capitán del Thermopylae, Kemball, conocido por lo que había hecho rendir al Yangtze, obtuvo un gran éxito en el viaje inaugural, trasladándose de Londres a Melbourne en 63 días; de Newscastle (Nueva Gales del Sur) a Shanghai, en 28, y de Foochwo a Gravesend en 91, marca la última, superada quince días después por el Sir Lancelot, de 800 toneladas brutas, al efectuar la misma travesía en ochenta y nueve. Ahora bien, el viaje de China a Inglaterra (Hong Kong a Londres), en 1867, había conseguido hacerlo en 80 días el Ariel, hermoso clíper del té, desaparecido en 1872 en el Antártico. El Thermopylae, en 1895, se mantuvo durante tres días a la altura del vapor transatlántico Empress of India, de la “Canadian Pacific”, que navegaba de Yokohama a Vancouver a la velocidad media de 16 nudos. El Thermopylae, luego de ser buque escuela portugués, tuvo su fin en un ejercicio de torpedos.                                             (¿continuará?)

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLIX)

Entre los astilleros americanos de mayor renombre figuraban los de Donald MacKay, en Boston, como ya se ha dicho. Las quillas más veloces se deslizaban por sus gradas, y por si no fueran suficientemente conocidas  en el mundo marítimo, las hazañas del Surprise, Staghound y Flying Cloud, en el año 1852 lanzaba al agua el Sovereign of the Seas, el velero mercante mayor de  su época (2421 toneladas y 80 metros de eslora), que en el viaje inaugural de Nueva York a San Francisco y regreso, llegó a obtener un día la excelente velocidad media de diecinueve nudos y en diez singladuras recorrió 3144 millas. . De Nueva York a Liverpool tardó 13 días, 22 horas y 50 minutos, con la notable particularidad de que al principio encontró vientos contrarios, y luego, de los bancos de Terranova al Mersey invirtió únicamente 5 días 17 horas. Como fuera enviado después al tráfico entre Liverpool y Melbourne, hizo una travesía de ida en 77 singladuras, y de regreso en 68, lo cual dio tanta celebridad entre los armadores ingleses a los astilleros MacKay, que ordenaron la construcción allí de cuatro barcos, cuyos nombres siempre recuerdan las gentes de mar: Lightning, Champion of the Seas, Donald MacKay y James Baines. Este último, de 2275 toneladas, que en 1854 hizo una travesía de Boston a Liverpool en 12 días y 6 horas, fue probablemente el más notable de todos, llevando el nombre del fundador, en 1816, de la importante compañía de Liverpool “Black Ball”, que murió en la miseria a causa de un desastre financiero; obtuvo en febrero de 1855, durante seis horas, la extraordinaria velocidad de 18 nudos, manifestando el personal a bordo que con las velas altas alcanzaba los 21, pero esto no se pudo confirmar. Son memorables dos regatas entre él y  el Lightning ; en la primera, en 1856, venció éste por una diferencia de veintidós días, mas en la otra arribó a puerto una semana antes el James Baines, disputándose ambas el regreso de Australia por el cabo de Hornos. El Donald MacKay, no ha dejado recuerdo de travesías tan rápidas, pero en cierta ocasión transportó 1000 soldados a la isla Mauricio en setenta días; era una nave espléndida, de 2400 toneladas, casi 90 metros de eslora, y como detalles de sus proporciones diremos que sólo el palo mayor, de pino tea, enzunchado en hierro, pesaba unas veinte toneladas.       
Sucedía casi siempre que el viaje inaugural era el más rápido, siendo fácil de explicar las causas. Ante todo, el buque y el aparejo nuevos, se encontraban en la mejor disposición para aguantar los mayores esfuerzos; luego, los tripulantes eran cuidadosamente escogidos, no escatimando los armadores ningún medio que les permitiera anunciar después, con fines de propaganda, la superioridad de sus buques. El James Baines, cuando le llegó esta ocasión, y mandado por el capitán Mac Donald, batió todas las marcas, alcanzando Melbourne a los sesenta y tres días y dieciocho horas de haber salido del puerto inglés, transportando 700 pasajeros. El Lightning (2083 toneladas), primero de la serie encargada por la “Black Ball”, podía embarcar 50 pasajeros de cámara, 75 en segunda clase y 350 en el sollado, en mejores condiciones que las habituales en aquellos tiempos, por disponer de mayor altura de cubierta a cubierta. Su primer capitán, James Nicol Forbes, logró hacer con este buque, en el viaje inaugural de Boston a Liverpool, una singladura de 436 millas, y una travesía de Inglaterra a Australia en setenta y siete días y el regreso en sesenta y cuatro, tres horas y diez minutos, transportando casi un centenar de pasajeros y oro en polvo por valor de un millón de libras esterlinas. La primera marca fue superada por el capitán Anthony Enright - que sucedió a Forbes- al emplear sesenta y siete días, sin tanto riesgo como antes, debido a ciertas modificaciones introducidas en la proa. Y la singladura de 436, dada a conocer en estos tiempos por el capitán H. Daniel, de Montevideo, también la superó el Champion of the Seas, al recorrer del mediodía del 11 de diciembre de 1854 al mediodía siguiente, una distancia de 465 millas. 
A bordo de los clíperes se imponía la más dura disciplina, y sus valientes capitanes arriesgaban vidas y barco con tal de hacer las travesías en menos tiempo que los rivales, cruzándose apuestas no sólo entre ellos, sino además entre las gentes de tierra, para quienes eran unos ídolos. Muchos, aun con viento duro, no consentían arriar una sola vela, decisión que ponía en peligro la estabilidad del barco; así puede citarse al capitán Forbes, que mandando el Lightning iba corriendo un fuerte temporal, y como cundiese el pánico entre la dotación, se plantó a popa pistola en mano para impedir que nadie tocase el aparejo. Este mismo capitán, comodoro de la “Black Ball”, partió de Inglaterra con el Schomberg, construido en 1854, en los astilleros Hall de Aberdeen, como prueba de la ya próxima capacidad de los astilleros británicos para competir con los americanos; la driza de señales anunciaba orgullosamente: “Sesenta días a Melbourne”, pero la realidad fue muy distinta; en las proximidades de la costa australiana, mientras Forbes estaba entretenido jugando a la baraja, embarrancó el buque en un bajo no señalado en la carta; el furor del viejo marino llegó a límites insospechados, cediendo en un arranque de cólera el puesto al primer oficial, quien dirigió acertadamente el salvamento del pasaje y de la tripulación, transbordando a unos y a otros a un vapor que acudió en su auxilio. Posteriormente, en Melbourne, quedó desposeído Forbes de su importante destino en la “Black Ball”, por haber hecho dejación del mando en momentos de grave responsabilidad; tampoco faltaron comentarios y acusaciones, diciendo que el accidente había sido intencionado ante la perspectiva de no poder alcanzar la meta en el tiempo que tan prematura y jactanciosamente había anunciado.

Otra compañía de navegación ya importante en aquel tiempo era la “White Star”, que, rivalizando con la “Black Ball”, en el tráfico colonial, ordenó también la construcción del Red Jacket, en los Estados Unidos, y del White Star, en el Canadá. Como los anteriores, efectuaron éstos, asimismo, travesías memorables: el Red Jacket, en el primer viaje de Liverpool a Melbourne empleó sesenta y nueve días y medio, y setenta y tres en el regreso, dando la vuelta al mundo en cinco meses y once días, y a pesar de las frecuentes calmas hizo un recorrido de 16000 millas en sesenta y ocho días, lo cual supone la excelente velocidad media de diez nudos; el White Star no fue menos velero, probándolo en un viaje de retorno de Melbourne, el año 1860, en sólo sesenta y cinco días, y a la ida, si bien tardó sesenta y ocho, en cambio, durante un espacio de 3200 millas obtuvo una media de catorce nudos.                                                      (continuará)

jueves, 29 de mayo de 2014

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLVIII)

Sobre la absurda mescolanza de gentes que amasaron fortunas con el contrabando de opio, cuenta Basil Lubbock que, entre ellas, había hijos de clérigos que, al retirarse de la vida de mar, sucedieron a sus padres en la cura de almas, y también, quienes dedicados luego a la abogacía, entraron en el Parlamento. Desde un punto de vista exclusivamente marinero, merecen admiración estas dotaciones que con las quillas de sus barcos descubrieron numerosos bajos desconocidos por falta de levantamientos hidrográficos, y afrontaron con inaudita valentía, además de los temibles tifones los no menos temibles ataques de piratas que hasta nuestros días siguieron infestando las aguas del mar de la China. El juicio habría de ser muy distinto si se refiere al aspecto moral.
Al comenzar la segunda mitad del siglo XIX, época del gran apogeo de los clíperes americanos, inicia la marina mercante inglesa, tras una anterior etapa de decadencia, el camino hacia el engrandecimiento que la hará figurar en lo sucesivo y destacadamente, hasta la guerra de 1939, en el primer puesto en las listas del tonelaje mundial. Los veleros americanos, más rápidos por las nuevas modalidades de su construcción y aparejo, estaban incluso invadiendo líneas servidas tradicionalmente por barcos ingleses, o sean las del tráfico colonial y las que unen el Extremo Oriente a los puertos de la Gran Bretaña. En general, los barcos de por aquí resultaban anticuados con respecto a los del otro lado del Atlántico, siendo Inglaterra uno de los países en donde esta diferencia era más notoria a causa de poseer un gran número de ellos de teca, madera tan resistente que los hacía llegar casi a centenarios en condiciones de seguir prestando servicio. Pero, en cambio, eran muy lentos, poco maniobreros –siempre en comparación con los americanos- y, además, exigían doble número de tripulantes que los otros, motivos éstos de una situación de inferioridad a la hora de competir en el mercado de fletes. Sin embargo, a partir de la fecha de abolición del monopolio de la Compañía de las Indias Orientales, ya construyeron los ingleses algunos veleros de un porte superior a las 500 toneladas y de mayor andar que los anteriores, destinándolos al transporte del té y otras mercaderías exóticas, conocidos familiarmente con el nombre de “tea wagons”; mas así y todo, desligados del proteccionismo oficial, su movilización era ruinosa para los armadores, por cuanto se podían contratar libremente buques americanos a un flete mucho menor.

En estas condiciones se produce uno de los hechos más trascendentales en la historia del Imperio Británico: el descubrimiento de ricos yacimientos de oro en los estados de Nueva una explotación minera, de por sí ya muy importante, sino que marca los comienzos de la colonización de Australia y, diez años más tarde, de Nueva Zelanda. Como venía ocurriendo en California, ese afán desesperado por ir en busca del oro, ilusión febril del mísero, quimera frenética de llegar pronto a rico, se despertó en una multitud que antes soñaba en doblar el cabo de Hornos, camino de San Francisco, y ahora le daba lo mismo embarcarse por la derrota de Buena Esperanza –nombre evocador- con destino al novísimo Dorado. Sólo en un decenio se trasladaron a Australia alrededor de setecientas cincuenta mil almas, y, como para ellos fueran necesarios mejores barcos y de mayor capacidad, porque en los existentes sólo podía ofrecerse un rincón de la bodega, lugar inhóspito por falta de aire puro –aunque la idea de ventilar artificialmente las bodegas y sollados arranca del 1753, casi todos los veleros la desconocían a mediados del pasado siglo XIX-, con montones de paja para dormir, y que, poco a poco, humedecida y pisoteada, se convertía en verdadero estiércol, se contrataron en astilleros americanos nuevas construcciones, pues los ingleses no hacían buques de comercio superiores a las mil toneladas. Y éstos fueron los primeros grandes clíperes de que Inglaterra dispuso. Uno de ellos, el Marco Polo, construido en New Brunswick (Canadá), llegó a Liverpool, puerto principal para la emigración británica, en 1852, y luego de descargar un importante lote de algodón, se dirigió a Australia con 930 pasajeros y sólo 30 hombres de tripulación, si bien a éstos deben añadirse otros 30 emigrantes que trabajaban a bordo para ahorrarse el importe del viaje, en el cual llevó a cabo la proeza de arribar a su destino en sesenta y ocho días, hazaña digna de ser recordada en los anales de la navegación. Un vapor, el Australia, que andaba a una velocidad media de quince nudos, tardó una semana más. El velero regresó a Inglaterra por el cabo de Hornos, en sesenta y seis días, trayendo un cargamento de oro en polvo valorado en 100.000 libras esterlinas; por tanto, en menos de seis meses dio la vuelta al mundo; se cuenta que al ser informado el armador por un marinero de que el buque se encontraba a la vista, contestó: “Es imposible, todavía no tengo noticias de que haya llegado a Australia”.                                              (continuará)

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLVII)

Voy a intentar transcribir o trasladar, con la máxima exactitud y precisión posible, los apuntes que fui tomando en las servilletas de papel que había en la mesa; mientras Capitán Tajamar hablaba, yo, entretanto, tomaba nota de fechas, de nombres de barcos, de capitanes, de astilleros …

Debido a la aguda crisis financiera que atravesaron los Estados Unidos a partir del año 1857, crisis agravada cuatro años más tarde por el estallido de la Guerra de Secesión, se inició allí la decadencia de los clíperes, cuando en Inglaterra se encontraba en todo su apogeo. Antes que en la derrota de California hubo clíperes célebres en el tráfico del opio. Recordemos de modo somero varios pormenores referentes al comercio de esta droga, de la que ya dijo un médico chino, cuatro siglos atrás: “cura, pero mata como un sable”.
Si para nosotros el hábito morboso de fumar dicho tóxico es de procedencia oriental, en cambio, los chinos creen que les llegó de Occidente por intermedio de los árabes.
Varios edictos imperiales prohibieron la importación de la funesta droga que desde 1700 venían facilitando los portugueses de Macao, quienes, a su vez, iban a buscarla a la India; pero como en 1745, el emperador Yung Chim abriese el puerto de Cantón al comercio europeo, la cantidad de opio, que hasta entonces, introducida de contrabando, era muy pequeña, se elevó poco después a sesenta toneladas anuales.
En 1767 obtuvo Inglaterra un privilegio especial para la entrada del procedente de sus colonias, llevando a efecto el transporte en barcos de la Compañía de las Indias Orientales, hasta que setenta años más tarde cesó el monopolio de aquella empresa y, entonces, la libertad de comercio atrajo a un grupo de veleros famosos con el nombre de  clíperes del opio. Por este mismo tiempo, el comisario chino Lin, apoyándose en los antiguos edictos imperiales, decomisó 20.000 cajas conteniendo opio, ordenando arrojarlas al agua. Ello, y otros incidentes posteriores, desencadenó el año 1839, entre la Gran Bretaña y China, la famosa “guerra del opio”: los ingleses se apoderaron de Hong Kong, y posteriormente de Amoy, Ning-Pu, Shanghay y otras capitales importantes, solicitando el gobierno chino la paz en el momento en que las fuerzas británicas llegaron a las puertas de Nankin; paz que fue firmada en 1842, obligándose el Imperio Celeste, en virtud de las cláusulas insertas en el Tratado, a abrir al tráfico internacional los puertos de Cantón, Amoy, FRu-Ciou, Ning-Pu y Shanghay.
En adelante el comercio del opio se incrementó de un modo excepcional, y los veleros que no eran autorizados para descargarlo en los puertos, lo alijaban de contrabando por la costa, generalizándose el lamentable vicio hasta el extremo que en veinte años se hizo peculiar a más de cien millones de chinos, fumándolo mezclado con tabaco o cáñamo, e incluso algunos, ya en trance de franca degeneración, llegando a masticarlo.
Los datos más interesantes y fidedignos sobre los barcos dedicados al transporte del opio, son los recogidos por Basil Lubbock en si libro The Opium Clippers, para el cual estuvo veinticinco años a la búsqueda de noticias que este cantor de las hazañas de los veleros mercantes nos presenta, en forma apasionante, en varias obras tituladas: The China Clippers, donde además de hacer historia de los clíperes del opio, dedica una segunda parte a los del té; The Colonial Clippers, consagrado a los veleros ingleses de la Black Ball, White Star y otras compañías ocupadas en el transporte de emigrantes de Liverpool a Australia, Nueva Zelanda y retorno con cargamentos de lana y oro en polvo; The Log of the Cutty Sark, la vida del famoso clíper –que todavía existe o existía, varado en un  dique seco en Greenwich- rival del no menos célebre Thermopylae; The Last of the Windjammers, en dos volúmenes, tratando de los clíperes que se ha destacado por una u otra causa, desde la fecha de la apertura del canal de Suez hasta nuestros días, la vida de sus tripulaciones, historia del cabo de Hornos y de los clíperes de la carrera del yute y del grano, así como las goletas fruteras y transportes de pescado y, por fin, se extiende a los principales veleros de altura alemanes, belgas, finlandeses, franceses, noruegos y daneses, con un índice de barcos, armadores y capitanes hasta el año 1928; The Down Easters, sobre los veleros americano del Atlántico y de la derrota del cabo de Hornos, como el Young America, David Crockett y Glory of the Seas, éste una de las obras magistrales de  MacKay; The Nitrate Clippers, acerca de los veleros alemanes “P,” de F. Laeisz, de dimensiones soberbias, como los cinco palos Potosí y Preussen llamados el orgullo de Prusia, que en la línea del nitrato de Chile se mantuvieron en aguda competencia con los franceses; Artic Whalers, estupenda narración de la odisea de los valientes balleneros del océano glacial del Norte.
La cualidad que debían reunir los clíperes del opio es la de una gran ligereza, con objeto de anticiparse a los competidores y vender en el puerto de destino la mercancía a buen precio. Por eso había entre ellos antiguos “negreros” con reconocidas pruebas de buen andar, al ser sorprendidos por alguna fragata de guerra practicando el infamante comercio de esclavos; otros se construyeron ex profeso para este tráfico, y hasta hubo alguno que en su primera vida fue elegante yate de recreo. De todos es seguramente la corbeta Red Rover el más famoso; construida en Calcuta el año 1829, sus características o dimensiones principales eran: 29 metros de eslora, 7 de manga, 3,30 de puntal y 254 toneladas de carga. En el primer viaje, bajo el mando del capitán Clifton,, alcanzó una marca jamás igualada por los otros: las 1400 millas que separan Macao de Singapur, las recorrió en veintidós días, debiéndose tener en cuenta que unas 700 las hizo en contra del monzón; hasta su pérdida acaecida el año 1870, continuó siempre en la misma línea, confirmando repetidas veces sus condiciones de buen velero con el hecho de efectuar tres viajes redondos en un mismo año.
Otro clíper célebre en los mares de China fue el Falcon, construido en Inglaterra en 1824 por lord Yarborough –uno de los fundadores del Royal Yacth Club-, como buque experimental para mejorar las condiciones y velocidad de los buques de guerra; cargaba 350 toneladas, y tenía 31 metros de eslora, o de manga y 3,50 de puntal. Había tomado parte en la batalla de Navarino y conservaba una pequeña batería para defenderse ante posibles ataques, ejemplo que fue seguido por los demás. Se le recuerda como único barco aparejado de fragata de cuantos se dedicaron al tráfico del opio, pues más comúnmente eran goletas y bergantines. Dejó de figurar en la lista de buques dedicados a tan productivo negocio el año 1855, al cumplir los quince de su incorporación a él por cuenta del armador Jardine Matheson.
El primer velero norteamericano de los que acudieron a competir con los ingleses en 1841, fue una pequeña goleta de 90 toneladas, y los últimos, otros dos veleros de la misma clase, construidos en 1851 y de 350 toneladas.                         
Al establecerse líneas regulares a los puertos chinos, servidas por vapores, buscando siempre el aminorar los riesgos a una mercancía muy codiciada por el alto precio de su cotización, el transporte que venía haciéndose en veleros pasó a efectuarse casi exclusivamente en los buques de propulsión mecánica, desapareciendo en poco tiempo los otros, que tan considerables ganancias aportaron a sus propietarios.
Las tripulaciones de los clíperes del opio solían ser dobles, una para el gobierno marinero de la nave y la otra como fuerza armada para luchar contra los piratas, cuyos asaltos eran siempre de temer, sobre todo en los casos de varada o durante las calmas del viento, si bien empleaban entonces el recurso de armar grandes remos en los costados, movidos cada uno por seis hombres, que llegaban a imprimir al buque una velocidad de 3 ó 4 nudos.


                                         (continuará)

martes, 20 de mayo de 2014

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLVI)

Puede que alguien se pregunte, quizá extrañado o asombrado, cuándo conocí al lobo de mar que me contó lo del Preussen. Y yo, con el Romancero en la mano, le contesto: Que por mayo era por mayo, / cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan y están los campos en flor. Voy a hacer un brevísimo retrato o semblanza de él para que veáis que no es algo imaginario, irreal o ficticio; que no es algo  surrealista. Era un hombre viejo,  flaco, desgarbado, con profundas arrugas en la parte posterior del cuello; más bien alto que bajo, con una pierna de palo y el brazo izquierdo cortado a cercén; era un hombre solitario pero solidario, de fuerte pero callada personalidad; de semblante serio, grave, pero  sereno. En resumen: podría ser, estoy seguro, un magnífico personaje para Hemingway, por ejemplo. Aquella hermosa tarde de primavera me dijo a la luz del crepúsculo, en la pequeña terraza de la taberna del puerto, después de ser presentados: “He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas; he navegado en cien mares y atracado en cien riberas”. Y, con una jarra de cerveza en la mano, continuó: “¡Ay del que llega sediento a ver el agua correr y dice: la sed que siento no me la calma el beber!” En su juventud, como me confesó  luego, el viejo y experimentado marinero había hecho vida desordenada y había sido algo bebedor, sin llegar al alcoholismo. Pero él, en aquél momento, se refería, lo comprendí perfectamente, a lo inapagable que era su sed de comprensión. Algunos se reían del viejo pirata por su  aspecto anacrónico -era un arcaísmo viviente-, pero él no se molestaba nunca, no le daba importancia a lo que dijeran u opinaran de él. “Me trae al pairo lo que digan”, solía decir como buen marinero. ¡Cómo me gusta escuchar a los que tienen algo interesante que decir! ¡Qué poco me gusta oír a los que solo tienen lo superfluo, lo huero o armas blancas en la boca¡  El viejo lobo de mar –piel curtida por miles de singladuras- solo hablaba, según me dijo, con los que estaba seguro que sabían escuchar. Semanas más tarde de aquella charla recibí una carta de Capitán Tajamar, como cariñosamente le llamaba yo, dándome las gracias por haberle escuchado. Me sorprendió y me alegró enormemente aquella misiva. Porque por lo menos había alguien que me comprendía a mí.       

Capitán Tajamar y yo nos vimos otra vez al día siguiente. Al mediodía. Cuando, como  todos sabemos,  se empiezan a contar las singladuras. A las doce del día. Hasta las doce del día siguiente es una singladura. Y la nueva singladura, la nueva conversación, tomó el rumbo, la ruta, de los clipper. Aquí aparece, claro, en forma de resumen no de diálogo de novela. Por razones obvias, claras y evidentes.
El clíper o clipper era un buque de vela de mucho andar. Su nombre viene, procede, del inglés clip –que, como verbo neutro, significa moverse o deslizarse con rapidez-, incorporado a los diccionarios de los principales pueblos marítimos para denominar toda clase de velero rápido con entera independencia de su aparejo. Debe, por tanto, desterrarse la creencia de que todos los clíperes eran pailebotes. Es más, los verdaderamente célebres llevaban aparejo redondo, siendo principalmente fragatas y bricbarcas. Como la palabra clip tiene también en inglés las acepciones de esquilar, cercenar, tijeretear, pellizcar, acortar…, algunos dicen que por el esquilar se llamó clippers a los veleros ingleses empleados en el tráfico de la lana de Australia -1852 en adelante-; pero es de notar que anteriormente recibieron ese dictado los veleros de Boston y Baltimore, tan famosos en la línea de California (1848), y, aún antes, los de la carrera del opio; célebres durante la guerra de este nombre (1839). Así que el término se aplicó en el sentido de raudo, veloz…, aplicación lógica, ya que, por ser estos barcos muy finos y estar dotados de mucha vela, hendían las aguas más prontamente que los antiguos navíos de amuras llenas, y también que los primeros vapores, con quienes entablaron dura contienda, en la cual resultaron vencedores los últimos, pero no sin que antes les disputaran gallardamente los veleros el señorío de los mares. Por la misma razón de velocidad llaman los ingleses clippers a los buenos caballos de carreras.



Las grandes hazañas de los veleros mercantes puede decirse que comenzaron al terminar la Guerra de la Independencia norteamericana, que es cuando aparecen los primeros clíperes, para dedicarse muchos al contrabando, tráfico de negros o, peor aún, a la piratería. Después, al prohibir los chinos, en 1839, las importaciones de drogas, que proporcionaban pingües beneficios a las colonias británicas, y desencadenarse por ello la llamada guerra  del opio, acudieron varios clíperes americanos para introducirlas subrepticiamente por los puertos o por las playas de los mares de Oriente; pero donde más importancia tuvieron tales barcos, además de en el comercio del té y de la seda, fue en el tráfico con California y Australia.
La derrota de California empezó a adquirir verdadero auge allá por el año 1848, en que la antigua provincia española, donde aún hoy suenan las campanas de nuestras misiones, dejó de ser territorio mexicano para incorporarse a la Unión Americana, si bien la categoría de Estado no se le concedió hasta dos años más tarde. Es el mismo tiempo en que son descubiertos los grandes yacimientos auríferos que despiertan en todo el mundo una incontenible sed de riqueza. Para trasladarse a El Dorado, muchos habitantes de la costa oriental americana, así como innumerables aventureros que de los rincones más apartados del globo llegan a Nueva York, prefieren hacer el viaje por mar a unir su suerte a las de las caravanas que se internan por regiones inexploradas en carruajes primitivos. Si bien la travesía marítima, no estando abierto el canal de Panamá, obliga a dar la vuelta a todo el Continente, con las naturales molestias y peligros de grandes temporales, el viaje por tierra resulta aún más largo, incómodo y arriesgado, pues los indios tratan de impedir por todos los medios a su alcance la penetración del hombre blanco. Por dichas causas, la navegación alcanzó un desarrollo tal, que se calculan en 700 el número de barcos que el año 1850 transportaron emigrantes a California. Eran éstos gentes de toda laya, abundando los indeseables. Jóvenes y viejos allá iban, con la esperanza de hacer rápida fortuna, soportando grandes sufrimientos, amontonados en bodegas pestilentes; mas la ilusión de mejorar su vida contagia de unos a otros la alegría, que se desborda entonando la canción de moda: “Round Cape Horn”. A la llegada a San Francisco es muy frecuente la deserción en masa de las tripulaciones, adquiriendo de la noche a la mañana todos los forasteros el mismo oficio: buscadores de oro. La afluencia llega a ser tan extraordinaria, que en diez años triplica “Frisco” su población, recurriéndose, por falta de albergues, a utilizar barcos viejos como hospederías flotantes.
Y, ahora, vamos al grano. La construcción de clíperes se inició en Baltimore, alcanzando gran fama después los astilleros de William Webb, de Nueva York y, más todavía, los de Donald MacKay, de Boston, conocido por el “mago de los constructores navales” y cuyo lema era que ningún otro velero del mundo superase a los suyos en andar. De éstos, el Surprise, en su primer viaje a San Francisco, tardó noventa y seis días, reduciendo a la mitad el tiempo empleado por los anteriores, lo que causó el sensacional asombro que su nombre augurara. El mismo constructor botó al agua en 1850, a los sesenta días de haberle puesto la quilla, el Staghound, de 1535 toneladas, siendo la superficie total de las velas superior a los 4000 metros cuadrados, 1000 más de lo acostumbrado hasta entonces.
En la historia de los clíperes abundan los temas de novela: actos de heroísmo y de crueldad, sublevaciones, regatas, contrabandos y trágicos naufragios. Uno de vida muy inquieta fue el Nightingale, construido en 1851 para llevar pasajeros a la Exposición Mundial de Londres y figurar en aguas del Támesis como modelo en su clase, siendo bautizado con  el nombre de ruiseñor  en honor a la famosa cantante sueca Jenny Lind, cuyo busto llevaba de mascarón de proa; pero antes de completar su armamento se arruinó el propietario, que había invertido grandes sumas en lujosos salones, suntuosamente decorados, terminando por venderlo en 75000 dólares a una compañía que lo destinó  a la “carrera del té”. Luego pasó a ser propiedad de unos brasileños que le hicieron el repugnante papel de negrero. Apresado por un buque de guerra norteamericano y conducido a los Estados Unidos, fue armado durante la Guerra de Secesión, y después reanudó la primera vida de pacífico mercante entre California y China, finalizando sy existencia bajo pabellón noruego. Ante la imposibilidad de enviar el Nightingale a la Exposición de Londres, y pensando fundadamente cuánto interés despertaría allí alguna reproducción de los más famosos veleros americanos, se mandó como prototipo a un modelo del Palmer, barco que consiguió hacer una travesía de Cantón a Nueva York en ochenta y cuatro días. El primer capitán de este clíper era hermano del armador y viajaba siempre con su mujer, haciéndose notable en los puertos por las espléndidas fiestas que daba a bordo, aunque ya de por sí llamaba grandemente la atención la elegancia de la nave, construida con detalles propios de un yate de recreo. Desde el punto de vista marinero también resultó una embarcación extraordinaria, y seguramente hubiera llegado a batir al Flying Cloud  (1795 toneladas), el más célebre de los clíperes americanos, de no ocurrir un incidente lamentable cuando lo mandaba otro capitán, quien por dar un trato despótico a la tripulación creó un estado de indisciplina que le obligó a ir de arribada a Valparaíso, aprovechando entonces diecisiete marineros la ocasión para desertar. El Flying Coud venció en la regata, cuando el resultado parecía favorable al Palmer, que llegó tres semanas después a San Francisco; en la historia del Flying, orgullo de los astilleros MacKay, figuran dos viajes de Nueva York a California en ochenta y nueve días, marca que ya sólo pudo alcanzar una vez el Andrew Jackson.
Uno de los mayores barcos de entonces era el Challenger, construido en Nueva York. Su desplazamiento superaba las 2000 toneladas, con 77 metros de eslora y más de 6000 metros cuadrados de velamen, teniendo sólo la vela mayor cerca de 400. En estos buques se introdujo el sistema de gavias dobles, con lo cual resultaba más sencilla la maniobra, viéndose en adelante hasta seis velas por palo. El primer viaje del Challenger, mandado por el capitán Waterman, tristemente célebre por su crueldad, resultó un fracaso. A la llegada a San Francisco fue procesado, en unión del primer oficial, ordenándose también el desembarco de todos los tripulantes. Renovada la dotación, continuó viaje a Shanghai a cargar té para Inglaterra, en donde despertó tanta admiración que, encontrándose en el muelle del Almirantazgo, se le dispensó de arriar bandera.
El Neptune Car debe su celebridad a que por quedarse repentinamente ciego el capitán durante un viaje, y arrestado el primer oficial por insubordinación, tomó el mando la mujer de aquél, una muchacha de veinticuatro años, pues el segundo oficial carecía de suficiente práctica en la navegación. Y, como el marino más experto, llevando a su cargo la derrota y maniobra del buque, alcanzó San Francisco a los cincuenta y dos días del desgraciado suceso, ocurrido a la altura del cabo de Hornos.                            (continuará)


miércoles, 23 de abril de 2014

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLV)

¡Ya está! He decidido dejar a un lado las aves marinas y seguir con las velas y los vientos. Pero me voy a salir un poco del guión del principio y voy a traer a colación a un velero singular: el Preussen. La única fragata de cinco palos –repito, cinco palos- que se ha construido en el mundo. Hoy voy a narrar lo que le oí decir a un viejo lobo de mar, hace ya muchos años, y que él había oído de labios de un capitán de una generación anterior.
En 1910, hace un siglo, el Preusen transportaba un cargamento de 8000 toneladas: su tripulación era de 48 hombres que debían maniobrar 5560 metros cuadrados de velas; en el viaje desde Cuxhaven (Alemania) hasta Taltal (Chile) tardaban 77 días pasando por el temido cabo de Hornos.
De esta forma, lo que a finales del siglo XV era una aventura de locos y con un riego extraordinario, se convirtió en algo normal y cotidiano a fuerza de perseverancia, de  tenacidad y de desafío renovados constantemente: por el progresivo conocimiento de la ciencia de la navegación; por la construcción de buques cada vez más grandes, más veloces, más marineros; por evitar a sus tripulantes el hambre y las enfermedades.



Gracias a los veleros, a sus capitanes –capitanes intrépidos, no cabe duda-, los geógrafos trazaron las cartas de los continentes, los comerciantes crearon las grandes corrientes del negocio y las grandes naciones marítimas edificaron imperios con dimensión planetaria.
Hasta la apertura del Canal de Suez, el mes de noviembre de 1869, el velero era superior al vapor en las distancias grandes, al menos económicamente. La superioridad económica del vapor sobre el velero se la dio el perfeccionamiento de la caldera y la introducción de la máquina de expansión que mejoraron el rendimiento del carbón.
Sin embargo, de momento los armadores de veleros no abandonaron la lucha y se defendieron construyendo buques mayores, de mayor capacidad, gracias a la generalización de la construcción en acero. Si en 1870 un velero de 2000 toneladas se consideraba grande, sus sucesores alcanzaron las 3000; y si bien no se podían aumentar indefinidamente en eslora, se podían construir más anchos.
A los finos clippers le sucedieron los clippers medios, que buscaron un compromiso entre velocidad máxima y mayor capacidad, y después, ya en los años 90, los baldheaders o veleros sin sobrejuanetes, de gran tonelaje. A pesar de ello, la duración de los viajes, apenas si se alargó.
Para la tripulación la vida a bordo era cada vez más dura. Si un clipper de 900 toneladas llevaba todavía una tripulación de unos cincuenta hombres, la de un bricbarca de cuatro palos de 4500 toneladas rondaba los 33 hombres; había que observar constantemente una economía muy estricta: un clipper de 900  toneladas costaba, diez años más tarde, casi tanto como un gran velero de 2000 toneladas.
Hacia 1890 esta tendencia marcó la aparición de  buques de vela cada vez más grandes que tuvieron un éxito económico considerable; tanto fue así que algunos buques de vapor fueron convertidos en veleros, como el famoso Lancing de cuatro palos, noruego, y que prestó servicio hasta 1924, y el J. B. Bishoff, alemán, que naufragó el mes de octubre de 1900 en el Elba.



El emblemático Preussen apareció al final de esta evolución, el único buque en el mundo de cinco palos con velas cuadras, construido en 1902 en Geestemunde, en los astilleros de J. C. Tecklenborg, proyectado por su director, W. Claussen, y por cuenta del armador F. L. Laeisz, de Hamburgo.
El buque iba provisto de todas las novedades relativas al servicio del aparejo y esto era de aplicación también al casco que tenía unos refuerzos poco corrientes en aquel entonces y que despertaron la curiosidad y la admiración en los medios marítimos del mundo entero.
El buque podía transportar 8000 toneladas de carga y su desplazamiento, completamente equipado y en carga, era de 11150 toneladas. Y mientras al Cutty Sark, el último clipper del té, con una tripulación de 35 hombres, le correspondían 28 toneladas por tripulante, al Preussen, con su tripulación de 48 hombres, le correspondían 108 toneladas. A pesar de ello el buque jamás fue un éxito completo en materia económica pues la dificultad principal consistía en encontrar carga suficiente para llenar el buque en el viaje de ida; en catorce viajes, incluyendo doce viajes redondos a Chile, el Preussen solo pudo llevar dos veces su cargamento completo.
De entre los veleros, el bricbarca de cuatro palos de unas 4750 toneladas era el buque más económico. Después de su pérdida, el Preussen fue sustituido por los bricbarcas de cuatro palos Peking y Passat. El último  buque de esta clase fue el Padua construido en 1926. Se podían cargar, para el viaje de ida, en relativamente poco tiempo. Por lo general, embarcaban en el puerto de salida 1000 toneladas de cok y unas 3500 de carga general; para el viaje de regreso tomaban entre 4500 y 4800 toneladas de nitrato; suponía, pues, un total de 9000 a 9500 toneladas de carga con una tripulación de 33 hombres en lugar de las 8000 toneladas y los 48 hombres del Preussen; naturalmente, el sostenimiento del buque y de su aparejo era también inferior a pesar de que el precio de construcción por tonelada de carga o de capacidad de bodegas fuera superior al del paradigmático Preussen.
Dejando aparte las consideraciones económicas, el Preussen constituyó un gran éxito; era un velero extraordinario que cumplía sus viajes con una regularidad casi tan exacta como los vapores de su época. Durante varias horas llegaba a alcanzar velocidades medias de 16 a 17 nudos y también 18 nudos en una hora. Se exigía de la dotación, de capitán a paje, el esfuerzo máximo para obtener del buque todo lo que pudiera dar. Los capitanes del Preussen, Boye Petersen y, en los últimos viajes Heinrich Nissen, solo conocían en la mar la jornada de 24 horas.
El gobierno del buque –me ha contado el viejo lobo de mar- no era fácil puesto que necesitaba mucho espacio para maniobrar. Los capitanes no se atrevían a cruzar el Canal de la Mancha y, la mayor parte de las veces, el Preussen, igual que  el Potosí, eran remolcados hasta la punta Start, donde quedaban ya a mar abierta. Se dice que el capitán Nissen, que mandó sucesivamente el bricbarca de cinco palos Potosí y después el Preussen, dijo una vez: “Casi siempre era yo quien mandaba el Potosí pero a veces fue el Preussen el que me mandó a mí”. Hay que imaginarse lo que debía ser el gobierno de un buque de 11150 toneladas, de noche, con mal tiempo, y que medía, botalón incluido, 147 metros de eslora, 16,4 metros de manga, con un calado de 8.3 metros, navegando a 16 ó 17 nudos que son unos 30 kilómetros por hora. 48 hombres debían ocuparse de la maniobra de 46 velas con una superficie total de 5560 metros cuadrados y cuya vela más pequeña llegaba a los 60 metros cuadrados, mientras que las velas bajas alcanzaban los 330 metros cuadrados. Una de estas velas mayores, con sus aparejos incluidos pesaba 650 kilos puesto que un metro cuadrado de esta lona pesaba un kilo.
El palo mayor del representativo buque –el Preussen, claro- tenía una altura de 68 metros desde la coz hasta el extremo del asta de bandera. La circunferencia en la cubierta era de 2.83 metros. Las vergas bajas medían 31.5 metros con un peso de 6.5 toneladas, ya que estaban hechas de acero con un espesor de 12mm y su diámetro en el centro era de 65 centímetros. Para aguantar los palos y maniobrar las velas hicieron falta 24 kilómetros de alambre, 17 kilómetros de cabos de cáñamo de manila, 700 metros de cadenas y 1260 motones y cuadernales. Las maquinillas de maniobra iban accionadas a mano, “patente Armstrong”, como decían los marineros haciendo un poco de burla con el significado de  “brazo fuerte” del nombre del inventor.    
Para el servicio de las maquinillas de carga había una maquinilla de vapor a proa, que en caso de necesidad podía servir también como maquinilla para el gobierno, ya que el buque se gobernaba siempre a mano a pesar de que en caso de mal tiempo eran necesarios 8 hombres en la rueda. En el centro del buque, en la ciudadela, se encontraban los alojamientos de la tripulación y el buque estaba provisto de instalaciones tan modernas que los marineros disponían de una bañera debajo del castillo que podían utilizar…¡cuando había bastante agua dulce!
El Preussen completó con éxito trece viajes y empezó el número catorce el 31 de octubre de 1910 en Hamburgo, esta vez con un cargamento completo de mercancías para Valparaíso. Este fue su último viaje.
En efecto, el 6 de noviembre de 1910 fue abordado por el buque inglés de pasaje Brighton, con tiempo de niebla en el Canal de la Mancha a la altura de Beachy Head. El Preussen perdió el aparejo de proa y parte del trinquete, lo que dificultó mucho su maniobra. El capitán y su tripulación intentaron con todas sus fuerzas y todo el arte de navegar la  empezaba a entablarse y la imposibilidad de aguantar al buque por parte de tres remolcadores, impidieron esta hazaña. Al romper los remolques el buque quedó a merced del viento y de las olas delante de Dover, en la costa de Kent, y, a pesar de una última tentativa del capitán Nissen de librarse de ellas con una arriesgada maniobra, el buque varó sobre las rocas.
Después de la sesión del 14 de marzo de 1911 del Tribunal Marítimo de Hamburgo, se pronunció la siguiente sentencia con respecto a este siniestro, que en la época conmovió al mundo entero. “El 6 de noviembre de 1910 se produjo, a la altura de Beachy Head, un abordaje entre el Preussen, de cinco palos, y el vapor inglés Brighton. Al intentar alcanzar el puerto de Dover con objeto de reparar las averías sufridas, el Preussen, por causa del viento que empezaba a soplar del sudoeste, al este de Dover, fue lanzado a la costa y se perdió totalmente. La culpa del abordaje que tuvo como consecuencia la pérdida total del buque es de la total responsabilidad del mando del vapor Brighton que, no solo no maniobró a tiempo para ceder el paso al Preussen, sino que intentó pasarle por la proa”.
Ni el capitán Nissen ni los oficiales del Preussen son responsables del abordaje. La sentencia añadía: Las medidas que tomaron no pueden ser criticadas y no se puede encontrar el menor fallo en la maniobra cuando el buque quedó varado en la tarde del 6 de noviembre.
En todas las circunstancias (salvo una excepción que no es aplicable en este caso) el buque de propulsión mecánica (vapor, motores, etc.) debe ceder el paso a cualquier buque de vela. Es más, y todo ello de acuerdo con el Reglamento Internacional para evitar los Abordajes en el Mar, no se debe cortar la proa a otro buque, sino buscar siempre la popa. ¡Honor y gloria al Preussen y a toda su tripulación! ¡Como me hubiera gustado cruzarme con el Preussen alguna vez a toca penoles y admirar su majestuosa figura!

Aviso a no navegantes: a toca penoles es el modo adverbial con que se expresa la corta distancia a que ha pasado o se está de cualquier objeto con el buque; los penoles son cada una de las puntas o extremos de toda verga de cruz, y también el extremo más delgado de un botalón.