sábado, 19 de septiembre de 2009

Capitán Tajamar

La repercusión estética y emotiva que produce una obra literaria depende, en gran parte, de la disposición del lector; la obra, cualquier obra, hasta la más humilde, la de un pobre escribidor, posee varios niveles de significación, los cuales son recogidos por cada uno de los lectores, según sea su preparación y su naturaleza. Para el auditorio más sencillo hay el argumento; para el más intelectual, el personaje y el conflicto del personaje; para el más literario, sus palabras y el estilo; para el más sensible musicalmente, el ritmo, y para el auditorio de mayor sensibilidad y conocimiento, un sentido que se revela gradualmente...

CAPITAN TAJAMAR

Capitán Tajamar, así lo habían bautizado en las tabernas del puerto, era el paradigma del biotipo asténico de Kretschmer: alto, delgado, de rasgos faciales agudos, enjutos, manos finas y huesudas, tórax alargado y plano. En su frente y en la parte posterior del cuello destacaban unos pliegues profundos...Tendría entre 75 y 80 años. Había llegado al pueblo hacía unos meses y se había instalado en una vieja pensión en la ribera. Era un hombre introvertido, no sintonizaba con el medio ambiente, y reservado. exteriorizaba poco sus sentimientos.
Vivía para sí, se aislaba de sus semejantes. “Yo vivo en sociedad conmigo mismo; soy un cínico. Un cínico en el más prístino sentido de la palabra, claro”, se decía a sí mismo en sus frecuentes introspecciones y soliloquios. Y añadía: “Sólo en soledad se siente la sed de verdad.” Sabía que los honores, la reputación, etc, son indiferentes, humo. Amaba el silencio, la lectura, la verdad. Odiaba la mentira, el embuste, la patraña, la falacia...
Capitán Tajamar había leído el Emilio de Rousseau y estaba de acuerdo con él en que la vida social había pervertido al hombre, lo había desviado de la perfección a la que habría llegado. “Los hombres son malos, pero el hombre es naturalmente bueno; inocente y bueno”.
De una exterioridad aparentemente adusta, la varonil austeridad y la melancolía que reflejaban su rostro no impedían intuir que su porte denotaba cierta nobleza, cierta elevación moral y espiritual, con mucha vida interior. Para unos no era más que un advenedizo, un forastero, una de esas personas cuyos antecedentes se desconocen; para otros aquel hombre solitario era un oriundo de la villa que había estado muchos años fuera y venía, imbuido por su gran querencia al lugar donde se había criado, a recordar su infancia, su juventud, cuando las relaciones humanas y sociales eran más sencillas y más sinceras...
En verano, Capitán Tajamar se encasquetaba su blanca y vieja gorra de plato con dos anclas entrelazadas y sus dos ramas de laurel –se decía que había sido oficial radiotelegrafista de la marina mercante- y daba dos acompasados paseos por la zona portuaria: el matutino, le gustaba mañanear, y el vespertino. En el de la tarde, cuando el sol se aproximaba al ocaso, bajaba por unas rocas hasta una playuela solitaria desde donde contemplaba, sin que nadie le estorbase, la bellísima puesta de sol que se disfrutaba en aquel paraje. Y cuando el sol se iba, venían las preguntas, siempre las mismas interrogantes: “¿Por qué tanta falacia? ¿por qué tanta mentira? ¿por qué tanta patraña,? ¿por qué tanta calumnia? ¡Qué pena! que algunas personas sólo sepan usar la palabra como los fundibularios romanos usaban la honda: para hacer daño. ¡Qué pena! El viento, el huracán, el trueno, el rayo, jamás destruyeron como saben destruir el rencor y la venganza. Las sirtes de los escollos no tienen dobleces como las traiciones de los hombres. La ola que se encrespa te hiere, pero no te injuria. El mar mata, pero no calumnia.”
Con las últimas luces del crepúsculo Capitán Tajamar se retiraba a la vieja pensión a descansar. “Me duelen todas las cuadernas del alma”, decía. Cenaba frugalmente y se acostaba. Apoyaba su cabeza sobre el ancla de la Esperanza y soñaba, como todas las noches, con un mundo donde la ceremonia de la Palabra se celebraba, siempre, en el Templo de la Verdad...