lunes, 27 de octubre de 2014

RECUERDOS

Todos sabemos que la titulogía nada tiene que ver con la tautología; ésta es pleonasmo, redundancia, repetición. Dicho lo cual, entramos en materia.
Afirmaba don Miguel de Unamuno que quien no tiene recuerdos no tiene esperanzas. Y Gustavo Adolfo Bécker aseveraba que mientras haya esperanzas y recuerdos ¡habrá poesía!
Por eso hoy, como siempre, me sumerjo en las aguas del recuerdo para emerger, luego, en las de la ilusión y la confianza. Después de un breve monólogo interior éste es el resultado.
Aquél hermoso día de finales de mayo, al atardecer, con el cielo embellecido por un arrebol, en la pequeña terraza de la taberna del puerto –“El Refugio”-  Capitán Tajamar, amargado y desilusionado, me dijo: “Desengáñese, el viento, el huracán, el trueno, el rayo, jamás destruyeron como saben destruir el rencor y la venganza. Las sirtes de los escollos no tienen dobleces como las traiciones de los hombres. La ola que se encrespa, te hiere pero no te injuria. El mar mata, pero no calumnia”. El viejo marino siempre hablaba con sinceridad y mesura. Con nobleza. ¡Qué  escaso anda todo eso!
¡Cuántas aventuras habrá vivido el anciano capitán para hablar así! ¡Cuántos naufragios, zozobras y hundimientos de la amistad! ¡Y cuánta razón tenía el viejo lobo de mar! Las felonías que había sufrido y que me contó daban para escribir, como Jorge Luis Borges, otra “Historia universal de la infamia”. Ya  sabemos que el hombre es un lobo para el hombre, homo homini lupus, pero tanta canallada es difícil de soportar. Muy difícil. Él lo sufrió y lo aguantó. Bienaventurados los mansos. Bienaventurados.



Había abdicado el crepúsculo y ya reinaba la noche. Serena. En calma. Brillaban las incalculables estrellas -tantas veces vistas desde las cubiertas, desde las amuras, desde la borda- y me quedé unos segundos mirando la esfera celeste y me acordé de unos versos de fray Luis de León: Cuando contemplo el cielo / de innumerables luces adornado… Por asociación de ideas me acordé, también, de una frase de Kant: Dos cosas hay que atraen más que ninguna otra la atención del humano espíritu, cautivándolo con profunda y siempre nueva admiración: la ley moral dentro de nosotros y el cielo estrellado sobre nosotros. En verdad que nos seduce y encanta el firmamento. En verdad que nos atrae y fascina la bóveda celeste. ¿Será posible echar el ancla de la Esperanza, algún día, en los luceros? Apacible noche. La luna en el mar riela. Reverbera. Pedimos otras jarras de cerveza… Y me siguió contando traiciones, perfidias, deslealtades, alevosías, falsedades, insidias e infidelidades. Toda una ristra. Luego estuvimos largo tiempo callados. Oyendo la soledad sonora. Poniéndonos cada uno en el lugar del otro. Tratando de comprendernos. Tratando de ser empáticos. Ser conocedor de silencios es haber alcanzado un alto grado de la sabiduría humana: el silencio es un producto de la cultura. Me pregunto como Rilke: ¿Son por ventura los hombres lo bastante silenciosos para que los cantos puedan dormir en sus corazones? El silencio, además de un placer, constituye una necesidad fisiológica como el sueño y el alimento. Por lo menos para mí. Estos son algunos de mis recuerdos de aquellos tiempos que, hoy, me vienen a las mientes.

Hay que hacer lo que se ama y hay que amar lo que se hace. Eso pretendo. En eso estamos… 

lunes, 20 de octubre de 2014

OTOÑO

En el otoño… Dejemos hablar a José Martínez Ruiz. Azorín escribió: “En el otoño se celebra en Madrid la feria de los libros. En el otoño… Han pasado los días ardientes del verano. Ha quedado un cielo azul –un poco pálido- y un ambiente gratamente fresco. Los higos comienzan a amarillear. Se recogen las frutas que en las anchas cámaras campesinas, allá en los pueblos, allá en las llanuras y montañas, han de esperar el invierno colgadas con vencejos de largas cañas, colocadas en blandos lechos de pajas. ¿No hay en el aire una resonancia, una cristalinidad que no había en el verano?”
Eso escribía Azorín en “Un pueblecito: Riofrío de Ávila”. El verano… El verano y el síndrome de disfunción lagrimal no me han permitido escribir cartas a mis hipotéticos o posibles lectores durante varias semanas. La vista, dicen,  es el más noble de  los sentidos y hay que cuidarla. Gracias a la afable y agradable oftalmóloga ya sé qué es el humor vítreo y el acuoso, la córnea y la conjuntiva, la pupila y el cristalino, el iris y la esclerótica, el músculo oculomotor y la mácula lútea (parte de la retina en que la visión es más nítida), el nervio óptico y la retina. La cordial y cortés señora hasta me puso al  corriente de lo qué son las glándulas de Meibomio o glandulae tarsalis. Como podéis observar y contemplar no hay mal que por bien no venga…
Me pregunto si Argos, apodado Panoptes, el que todo lo ve, que tenía cien ojos, la mitad de los cuales permanecían abiertos durante el sueño, también tenía disfunción lagrimal. Si así fuera ¡menudo negocio para los oculistas! ¡Un paciente con cien ojos! ¡Qué maravilla!
Y hablando de las lumbreras bebamos, también,  algo en “El Criticón” de Baltasar Gracián: “Salió de Madrid como se suele, pobre, engañado, arrepentido y melancólico. A poco trecho que hubo andado, encontró con un hombre bien diferente de los que dejaba: era un nuevo prodigio, porque tenía seis sentidos, uno más de lo ordinario. Hízole harta novedad a Critilo, porque hombres con menos de cinco ya los había visto, y muchos, pero con más, ninguno: unos sin ojos, que no ven las cosas más claras, siempre a ciegas y a tienta paredes, y con todo eso nunca paran, sin saber por donde van; otros que no oyen palabra, todo aire, ruido, lisonja, vanidad y mentira; muchos que no huelen poco ni mucho, y menos lo que pasa en sus casas, con que arroja mal olor a todo el mundo, y de lejos huelen lo que no les importa; éstos no perciben el olor de la buena fama, ni quieren ver ni oler a sus contrarios, y teniendo narices para el negro humo de la honrilla, no las tienen para la fragancia de la virtud.” El párrafo sigue pero lo corto aquí porque es, para mí, lo más expresivo, gráfico, revelador y significativo. ¡Grande Gracián!



¿Y las velas? ¿Y los vientos? ¿Qué será de ellos? Las velas y los vientos seguirán existiendo, claro. Unas veces soplarán con más fuerza, otras con menos. Pero seguirán silbando. O corriendo. O bramando. O rugiendo… El viento, el aire, la brisa, el céfiro, el vientecillo… El viento por el que siento o  tengo más simpatía es la brisa suave y apacible; es el hálito, el soplo dulce y bonancible del aire.   
Estamos en otoño. La estación más noble. La que inventó, dicen,  el pintor Claudio de Lorena, el Lorenés, para la imaginación del mundo. Capear el temporal es soportar las contrariedades; es sortear con habilidad alguna dificultad o las consecuencias desagradables de algo. Y todos tenemos que pasar crujía alguna vez. Y, ¿qué es una crujía? Según el contexto o ambiente puede ser la línea central de una cubierta, en el sentido proa-popa y paralela a la quilla. En los antiguos buques de madera reforzados con los tablones denominados “cuerdas”, se entendía también por crujía el espacio ocupado por éstas en el centro y de proa a popa. En otro entorno, en esos mismos buques, la parte de cubierta de popa a proa comprendida entre las cuerdas y la artillería. En otra circunstancia, en las galeras, espacio libre o corredor de popa a proa, entre los bancos de los remeros. Y en los botes y demás embarcaciones menores, parte del fondo ocupado por las panetas. (Panetas son cada una de las tablitas levadizas que por la línea del centro que va de popa a proa, en los botes grandes o falúas, se endentan o encajan de un banco a otro para que la gente pase sobre ellas con toda seguridad). Pasar crujía era sufrir un delincuente el castigo de dos o tres  golpes de rebenque dado por cada uno de los individuos que se colocaban para esto en dos filas, castigo  al que también se daba el nombre de bolina. En crujía era a medio o en medio del buque.
Pero vocablos como norte, bóreas, aquilón, tramontana, siempre estarán presentes y serán recordados. O como sur, noto, austro, ostro, sueste, eternamente serán rememorados.  O como este, leste, levante, oriente, euro, solano, perennemente serán evocados.  O como oeste, poniente, céfiro, algarbe, sempiternamente serán traídos a la memoria. O como nordeste, gregal, tracias, maestral, de por vida serán rememorados. O como noroeste, cauro, coro, regañón, gallego… O como sudeste, siroco, jaloque, lebeche, ábrego, áfrico.
¡Cuánta eufonía tienen, para mí, estas palabras! ¡Cuánta armonía! ¡Cuánta añoranza! ¡Cuánta nostalgia! ¡Cuánta melancolía! Estamos en otoño y en el otoño de la varonil edad. Ahora estoy al socaire, abrigo  que ofrece una cosa por sotavento o lado opuesto a aquel  donde sopla el viento. Esperemos que la nave no se vaya a la deriva, al garete. Sin rumbo. Sin gobierno. Esperemos. ¡Pobre barquilla mía, /  entre peñascos rota, / sin velas desvelada,  /  y entre las olas sola!  
El mar -pérfido, traidor- esconde rocas aleves, áridos escollos; falsos señuelos son las lejanas cumbres que engañan a las naves… Ya no hay faros que nos alumbren, ya no hay guías que nos orienten, ya no hay norte al que buscar… Me pregunto dónde está el faro de Malta. “Aquí está, dices, / sin voz hablando al tímido piloto, / que como a numen bienhechor te adora, / y en ti los ojos clava”.
 Malta… “¡¡Malta!! ¡¡Malta!!, gritaron; / y fuiste a nuestros ojos la aureola / que orna la frente de la santa imagen / en quien busca afanoso peregrino /  la salud y el consuelo”.
Estamos en otoño. La estación que inventaron los pintores… ¿O fueron los poetas?