martes, 29 de septiembre de 2009

Tributos (Carta publicada el 21/09/09 en La Voz de Galicia)


Señor director,
Ahora que tanto se habla de la posible -¿o probable?- subida de impuestos directos o transversales, recuerdo una anécdota o historieta protagonizada por dos emperadores romanos: Vespasiano había establecido un tributo sobre los mingitorios o urinarios públicos. Tito, hijo mayor y sucesor del fundador de la dinastía Flavia, que estaba asociado al gobierno, le comunicó, quizá en algún receso, pausa o descanso de sus múltiples ocupaciones, que los romanos hacían chistes y chascarrillos sobre el asunto, a lo que Vespasiano, el emperador que quiso morir de pié, contestó con un argumentum ad crumenam, argumento de bolsa, haciéndole oler una moneda: “El dinero no tiene olor.” (Poderoso caballero es don Dinero; hasta es inodoro). Claro que también “Vespa” le pudo haber dicho a su primogénito: Assem habeas, assem valeas, ten un as y valdrás un as, que equivale o corresponde a nuestro tanto tienes, tanto vales.
Lejos de nosotros la perniciosa novedad de discurrir, pero ¿de dónde le venía a Tito tanta información si todavía no se había inventado Internet? ¿quizá de los agentes in rebus?
Los agentes de negocios públicos, como es bien sabido de todos, era un cuerpo de altos funcionarios que desempeñaban a la vez el papel de administradores, controladores del correo y agentes de la policía política. Algunos llevaban el significativo, elocuente y expresivo nombre de curiosi; vigilaban a los sospechosos, controlaban las administraciones y velaban por el buen funcionamiento del cursus publicus (correos imperiales).
Pero todo lo escrito más arriba son bagatelas, pequeñeces, insignificancias, menudencias. Lo que nos debe preocupar, intranquilizar e inquietar es: ¿Volverán a subirnos los impuestos? ¿A alguien le gusta que le suban los tributos? Pregunto...

sábado, 19 de septiembre de 2009

Capitán Tajamar

La repercusión estética y emotiva que produce una obra literaria depende, en gran parte, de la disposición del lector; la obra, cualquier obra, hasta la más humilde, la de un pobre escribidor, posee varios niveles de significación, los cuales son recogidos por cada uno de los lectores, según sea su preparación y su naturaleza. Para el auditorio más sencillo hay el argumento; para el más intelectual, el personaje y el conflicto del personaje; para el más literario, sus palabras y el estilo; para el más sensible musicalmente, el ritmo, y para el auditorio de mayor sensibilidad y conocimiento, un sentido que se revela gradualmente...

CAPITAN TAJAMAR

Capitán Tajamar, así lo habían bautizado en las tabernas del puerto, era el paradigma del biotipo asténico de Kretschmer: alto, delgado, de rasgos faciales agudos, enjutos, manos finas y huesudas, tórax alargado y plano. En su frente y en la parte posterior del cuello destacaban unos pliegues profundos...Tendría entre 75 y 80 años. Había llegado al pueblo hacía unos meses y se había instalado en una vieja pensión en la ribera. Era un hombre introvertido, no sintonizaba con el medio ambiente, y reservado. exteriorizaba poco sus sentimientos.
Vivía para sí, se aislaba de sus semejantes. “Yo vivo en sociedad conmigo mismo; soy un cínico. Un cínico en el más prístino sentido de la palabra, claro”, se decía a sí mismo en sus frecuentes introspecciones y soliloquios. Y añadía: “Sólo en soledad se siente la sed de verdad.” Sabía que los honores, la reputación, etc, son indiferentes, humo. Amaba el silencio, la lectura, la verdad. Odiaba la mentira, el embuste, la patraña, la falacia...
Capitán Tajamar había leído el Emilio de Rousseau y estaba de acuerdo con él en que la vida social había pervertido al hombre, lo había desviado de la perfección a la que habría llegado. “Los hombres son malos, pero el hombre es naturalmente bueno; inocente y bueno”.
De una exterioridad aparentemente adusta, la varonil austeridad y la melancolía que reflejaban su rostro no impedían intuir que su porte denotaba cierta nobleza, cierta elevación moral y espiritual, con mucha vida interior. Para unos no era más que un advenedizo, un forastero, una de esas personas cuyos antecedentes se desconocen; para otros aquel hombre solitario era un oriundo de la villa que había estado muchos años fuera y venía, imbuido por su gran querencia al lugar donde se había criado, a recordar su infancia, su juventud, cuando las relaciones humanas y sociales eran más sencillas y más sinceras...
En verano, Capitán Tajamar se encasquetaba su blanca y vieja gorra de plato con dos anclas entrelazadas y sus dos ramas de laurel –se decía que había sido oficial radiotelegrafista de la marina mercante- y daba dos acompasados paseos por la zona portuaria: el matutino, le gustaba mañanear, y el vespertino. En el de la tarde, cuando el sol se aproximaba al ocaso, bajaba por unas rocas hasta una playuela solitaria desde donde contemplaba, sin que nadie le estorbase, la bellísima puesta de sol que se disfrutaba en aquel paraje. Y cuando el sol se iba, venían las preguntas, siempre las mismas interrogantes: “¿Por qué tanta falacia? ¿por qué tanta mentira? ¿por qué tanta patraña,? ¿por qué tanta calumnia? ¡Qué pena! que algunas personas sólo sepan usar la palabra como los fundibularios romanos usaban la honda: para hacer daño. ¡Qué pena! El viento, el huracán, el trueno, el rayo, jamás destruyeron como saben destruir el rencor y la venganza. Las sirtes de los escollos no tienen dobleces como las traiciones de los hombres. La ola que se encrespa te hiere, pero no te injuria. El mar mata, pero no calumnia.”
Con las últimas luces del crepúsculo Capitán Tajamar se retiraba a la vieja pensión a descansar. “Me duelen todas las cuadernas del alma”, decía. Cenaba frugalmente y se acostaba. Apoyaba su cabeza sobre el ancla de la Esperanza y soñaba, como todas las noches, con un mundo donde la ceremonia de la Palabra se celebraba, siempre, en el Templo de la Verdad...

sábado, 12 de septiembre de 2009

Un sueño kafkiano

La otra noche, en el Monte Perdido, adonde me había llevado mi intuición, o una corazonada, tuve una experiencia onírica. Un sueño raro, extraño, anormal; poco corriente. Era la hora del atardecer en pleno estío. Eran las últimas luces del crepúsculo... Tuve que ir abriéndome camino por un sendero que, al parecer, hacía ya mucho tiempo que no pasaba nadie por allí... A mis oídos llegaban las que yo creí dulces notas de los caramillos pastoriles. No tardaron en aparecer los pensamientos sombríos que me llevaron a esa montaña. El dúo pastoral del corno inglés y el oboe se subrayaba con trémolos de la cuerda; después, la canción del corno se hace dolorosa y la impresión deprimente se acentúa en mí con el sonar de los timbales... ¿Imaginario? ¿Irreal? ¿Ficticio? Y, por fin, cansado y sudoroso, llego a un claro...Y, agotado, me quedo dormido. Y sueño algo atípico, desacostumbrado, insólito... Era como un carnaval de los animales, como una especie de fantasía aristofanesca, donde se ofrecía un asombroso reino imaginario.
El desfile lo abría el león, la marcha real del león, rey de la selva y de la fauna animal; luego venían gallinas y gallos; en tercera posición los hemiones o asnos salvajes; detrás de éstos, creo recordar, las tortugas; después elefantes, canguros, unos personajes de orejas largas, un cuclillo en el fondo del bosque, la volatería, el cisne... Pero lo que más me llamó la atención fue, sin duda, la coreografía del Vals de las Sílfides, de Berlioz, y los ojos de gacela de la reina de las ninfas... ¿Dónde había visto yo antes aquéllos ojos? ¿Dónde? Y, en ese momento, estremecido, sobresaltado, desperté de mi sueño...
Perdido en el monte, extraviado, después de una noche de aquelarre, asaltado por una legión de fantasmas, brujas y monstruos, entre gritos y macabras carcajadas, bajé corriendo del bosque maldito, tropezando y cayéndome varias veces... ¿Volveré algún día al Monte Perdido...? Pero, al mismo tiempo, me pregunto: ¿Estuve alguna vez en el Monte Perdido...?

sábado, 5 de septiembre de 2009

Los consejos de don Fernando

“Si existe alguna constante en la trayectoria y la obra de Fernando Lázaro Carreter es, sin duda, el convencimiento de que la lengua, lejos de ser un residuo arqueológico que queda fosilizado en los diccionarios, tratados y gramáticas, es un instrumento vivo que se forja continuamente a través del uso cotidiano.” Esto se puede leer en la cubierta del libro “El dardo en la palabra” que son sus textos publicados en el diario ABC y en otros periódicos de España y América.

Decía mi admirado Lázaro Carreter (q.e.p.d) en un “dardo” de 1976: “Bien hablar y bien escribir (no se me oculta lo relativo del adverbio: no aludo a oradores fluidos ni a escritores, sino a quienes se expresan ejercitando algún control sobre su habla y su escritura) tiende a verse en nuestros días como atributo de clase social.” (...) “La lengua debe ser considerada y tratada como instrumento. La comunicación no es su único objetivo, sino también la creación del pensamiento.” En otro de 1977, decía “No habrá democracia mientras unos sepan expresarse satisfactoriamente y otros no; mientras unos comprendan y otros no; mientras el eslogan pueda sustituir al razonamiento articulado que se somete a ciudadanos verdaderamente libres porque tienen adiestrado el espíritu para entender y hacerse entender.” Y en uno de 1980. “Nadie me inspira más confianza que aquel que, aun con dotes de fluencia verbal, vacila pugnando por hallar una expresión exacta.” También de 1980 es este otro. “Porque el buen decir no es un producto geográfico, sino cultural; carece de solar, y vive como un modelo virtual que debe y puede aprenderse en las escuelas y, si no, por un propósito deliberado, si el hablante estima que la posesión de aquel instrumento lo enriquece como persona.” También hay cosecha del 86: “Es una vieja máxima pedagógica, francesa por cierto, que sólo se expresa bien lo que está bien concebido.” Y de la del 87 estotro´(sic): “Se expresa con vulgaridad quien denota no poder hacerlo de otro modo.” Fin de la transcripción. Estas son algunas de las pautas a seguir por quienes ejercitan algún control sobre su habla y su escritura y que quieren enriquecerse como personas. La sencillez, la dificilísima sencillez...
(Ahora que no nos lee nadie quiero confesar una cosa: la mente no siente culpa ante estas semanas que a nada obligan sino a alagartarse y a aletargarse...).