jueves, 29 de mayo de 2014

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLVIII)

Sobre la absurda mescolanza de gentes que amasaron fortunas con el contrabando de opio, cuenta Basil Lubbock que, entre ellas, había hijos de clérigos que, al retirarse de la vida de mar, sucedieron a sus padres en la cura de almas, y también, quienes dedicados luego a la abogacía, entraron en el Parlamento. Desde un punto de vista exclusivamente marinero, merecen admiración estas dotaciones que con las quillas de sus barcos descubrieron numerosos bajos desconocidos por falta de levantamientos hidrográficos, y afrontaron con inaudita valentía, además de los temibles tifones los no menos temibles ataques de piratas que hasta nuestros días siguieron infestando las aguas del mar de la China. El juicio habría de ser muy distinto si se refiere al aspecto moral.
Al comenzar la segunda mitad del siglo XIX, época del gran apogeo de los clíperes americanos, inicia la marina mercante inglesa, tras una anterior etapa de decadencia, el camino hacia el engrandecimiento que la hará figurar en lo sucesivo y destacadamente, hasta la guerra de 1939, en el primer puesto en las listas del tonelaje mundial. Los veleros americanos, más rápidos por las nuevas modalidades de su construcción y aparejo, estaban incluso invadiendo líneas servidas tradicionalmente por barcos ingleses, o sean las del tráfico colonial y las que unen el Extremo Oriente a los puertos de la Gran Bretaña. En general, los barcos de por aquí resultaban anticuados con respecto a los del otro lado del Atlántico, siendo Inglaterra uno de los países en donde esta diferencia era más notoria a causa de poseer un gran número de ellos de teca, madera tan resistente que los hacía llegar casi a centenarios en condiciones de seguir prestando servicio. Pero, en cambio, eran muy lentos, poco maniobreros –siempre en comparación con los americanos- y, además, exigían doble número de tripulantes que los otros, motivos éstos de una situación de inferioridad a la hora de competir en el mercado de fletes. Sin embargo, a partir de la fecha de abolición del monopolio de la Compañía de las Indias Orientales, ya construyeron los ingleses algunos veleros de un porte superior a las 500 toneladas y de mayor andar que los anteriores, destinándolos al transporte del té y otras mercaderías exóticas, conocidos familiarmente con el nombre de “tea wagons”; mas así y todo, desligados del proteccionismo oficial, su movilización era ruinosa para los armadores, por cuanto se podían contratar libremente buques americanos a un flete mucho menor.

En estas condiciones se produce uno de los hechos más trascendentales en la historia del Imperio Británico: el descubrimiento de ricos yacimientos de oro en los estados de Nueva una explotación minera, de por sí ya muy importante, sino que marca los comienzos de la colonización de Australia y, diez años más tarde, de Nueva Zelanda. Como venía ocurriendo en California, ese afán desesperado por ir en busca del oro, ilusión febril del mísero, quimera frenética de llegar pronto a rico, se despertó en una multitud que antes soñaba en doblar el cabo de Hornos, camino de San Francisco, y ahora le daba lo mismo embarcarse por la derrota de Buena Esperanza –nombre evocador- con destino al novísimo Dorado. Sólo en un decenio se trasladaron a Australia alrededor de setecientas cincuenta mil almas, y, como para ellos fueran necesarios mejores barcos y de mayor capacidad, porque en los existentes sólo podía ofrecerse un rincón de la bodega, lugar inhóspito por falta de aire puro –aunque la idea de ventilar artificialmente las bodegas y sollados arranca del 1753, casi todos los veleros la desconocían a mediados del pasado siglo XIX-, con montones de paja para dormir, y que, poco a poco, humedecida y pisoteada, se convertía en verdadero estiércol, se contrataron en astilleros americanos nuevas construcciones, pues los ingleses no hacían buques de comercio superiores a las mil toneladas. Y éstos fueron los primeros grandes clíperes de que Inglaterra dispuso. Uno de ellos, el Marco Polo, construido en New Brunswick (Canadá), llegó a Liverpool, puerto principal para la emigración británica, en 1852, y luego de descargar un importante lote de algodón, se dirigió a Australia con 930 pasajeros y sólo 30 hombres de tripulación, si bien a éstos deben añadirse otros 30 emigrantes que trabajaban a bordo para ahorrarse el importe del viaje, en el cual llevó a cabo la proeza de arribar a su destino en sesenta y ocho días, hazaña digna de ser recordada en los anales de la navegación. Un vapor, el Australia, que andaba a una velocidad media de quince nudos, tardó una semana más. El velero regresó a Inglaterra por el cabo de Hornos, en sesenta y seis días, trayendo un cargamento de oro en polvo valorado en 100.000 libras esterlinas; por tanto, en menos de seis meses dio la vuelta al mundo; se cuenta que al ser informado el armador por un marinero de que el buque se encontraba a la vista, contestó: “Es imposible, todavía no tengo noticias de que haya llegado a Australia”.                                              (continuará)

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLVII)

Voy a intentar transcribir o trasladar, con la máxima exactitud y precisión posible, los apuntes que fui tomando en las servilletas de papel que había en la mesa; mientras Capitán Tajamar hablaba, yo, entretanto, tomaba nota de fechas, de nombres de barcos, de capitanes, de astilleros …

Debido a la aguda crisis financiera que atravesaron los Estados Unidos a partir del año 1857, crisis agravada cuatro años más tarde por el estallido de la Guerra de Secesión, se inició allí la decadencia de los clíperes, cuando en Inglaterra se encontraba en todo su apogeo. Antes que en la derrota de California hubo clíperes célebres en el tráfico del opio. Recordemos de modo somero varios pormenores referentes al comercio de esta droga, de la que ya dijo un médico chino, cuatro siglos atrás: “cura, pero mata como un sable”.
Si para nosotros el hábito morboso de fumar dicho tóxico es de procedencia oriental, en cambio, los chinos creen que les llegó de Occidente por intermedio de los árabes.
Varios edictos imperiales prohibieron la importación de la funesta droga que desde 1700 venían facilitando los portugueses de Macao, quienes, a su vez, iban a buscarla a la India; pero como en 1745, el emperador Yung Chim abriese el puerto de Cantón al comercio europeo, la cantidad de opio, que hasta entonces, introducida de contrabando, era muy pequeña, se elevó poco después a sesenta toneladas anuales.
En 1767 obtuvo Inglaterra un privilegio especial para la entrada del procedente de sus colonias, llevando a efecto el transporte en barcos de la Compañía de las Indias Orientales, hasta que setenta años más tarde cesó el monopolio de aquella empresa y, entonces, la libertad de comercio atrajo a un grupo de veleros famosos con el nombre de  clíperes del opio. Por este mismo tiempo, el comisario chino Lin, apoyándose en los antiguos edictos imperiales, decomisó 20.000 cajas conteniendo opio, ordenando arrojarlas al agua. Ello, y otros incidentes posteriores, desencadenó el año 1839, entre la Gran Bretaña y China, la famosa “guerra del opio”: los ingleses se apoderaron de Hong Kong, y posteriormente de Amoy, Ning-Pu, Shanghay y otras capitales importantes, solicitando el gobierno chino la paz en el momento en que las fuerzas británicas llegaron a las puertas de Nankin; paz que fue firmada en 1842, obligándose el Imperio Celeste, en virtud de las cláusulas insertas en el Tratado, a abrir al tráfico internacional los puertos de Cantón, Amoy, FRu-Ciou, Ning-Pu y Shanghay.
En adelante el comercio del opio se incrementó de un modo excepcional, y los veleros que no eran autorizados para descargarlo en los puertos, lo alijaban de contrabando por la costa, generalizándose el lamentable vicio hasta el extremo que en veinte años se hizo peculiar a más de cien millones de chinos, fumándolo mezclado con tabaco o cáñamo, e incluso algunos, ya en trance de franca degeneración, llegando a masticarlo.
Los datos más interesantes y fidedignos sobre los barcos dedicados al transporte del opio, son los recogidos por Basil Lubbock en si libro The Opium Clippers, para el cual estuvo veinticinco años a la búsqueda de noticias que este cantor de las hazañas de los veleros mercantes nos presenta, en forma apasionante, en varias obras tituladas: The China Clippers, donde además de hacer historia de los clíperes del opio, dedica una segunda parte a los del té; The Colonial Clippers, consagrado a los veleros ingleses de la Black Ball, White Star y otras compañías ocupadas en el transporte de emigrantes de Liverpool a Australia, Nueva Zelanda y retorno con cargamentos de lana y oro en polvo; The Log of the Cutty Sark, la vida del famoso clíper –que todavía existe o existía, varado en un  dique seco en Greenwich- rival del no menos célebre Thermopylae; The Last of the Windjammers, en dos volúmenes, tratando de los clíperes que se ha destacado por una u otra causa, desde la fecha de la apertura del canal de Suez hasta nuestros días, la vida de sus tripulaciones, historia del cabo de Hornos y de los clíperes de la carrera del yute y del grano, así como las goletas fruteras y transportes de pescado y, por fin, se extiende a los principales veleros de altura alemanes, belgas, finlandeses, franceses, noruegos y daneses, con un índice de barcos, armadores y capitanes hasta el año 1928; The Down Easters, sobre los veleros americano del Atlántico y de la derrota del cabo de Hornos, como el Young America, David Crockett y Glory of the Seas, éste una de las obras magistrales de  MacKay; The Nitrate Clippers, acerca de los veleros alemanes “P,” de F. Laeisz, de dimensiones soberbias, como los cinco palos Potosí y Preussen llamados el orgullo de Prusia, que en la línea del nitrato de Chile se mantuvieron en aguda competencia con los franceses; Artic Whalers, estupenda narración de la odisea de los valientes balleneros del océano glacial del Norte.
La cualidad que debían reunir los clíperes del opio es la de una gran ligereza, con objeto de anticiparse a los competidores y vender en el puerto de destino la mercancía a buen precio. Por eso había entre ellos antiguos “negreros” con reconocidas pruebas de buen andar, al ser sorprendidos por alguna fragata de guerra practicando el infamante comercio de esclavos; otros se construyeron ex profeso para este tráfico, y hasta hubo alguno que en su primera vida fue elegante yate de recreo. De todos es seguramente la corbeta Red Rover el más famoso; construida en Calcuta el año 1829, sus características o dimensiones principales eran: 29 metros de eslora, 7 de manga, 3,30 de puntal y 254 toneladas de carga. En el primer viaje, bajo el mando del capitán Clifton,, alcanzó una marca jamás igualada por los otros: las 1400 millas que separan Macao de Singapur, las recorrió en veintidós días, debiéndose tener en cuenta que unas 700 las hizo en contra del monzón; hasta su pérdida acaecida el año 1870, continuó siempre en la misma línea, confirmando repetidas veces sus condiciones de buen velero con el hecho de efectuar tres viajes redondos en un mismo año.
Otro clíper célebre en los mares de China fue el Falcon, construido en Inglaterra en 1824 por lord Yarborough –uno de los fundadores del Royal Yacth Club-, como buque experimental para mejorar las condiciones y velocidad de los buques de guerra; cargaba 350 toneladas, y tenía 31 metros de eslora, o de manga y 3,50 de puntal. Había tomado parte en la batalla de Navarino y conservaba una pequeña batería para defenderse ante posibles ataques, ejemplo que fue seguido por los demás. Se le recuerda como único barco aparejado de fragata de cuantos se dedicaron al tráfico del opio, pues más comúnmente eran goletas y bergantines. Dejó de figurar en la lista de buques dedicados a tan productivo negocio el año 1855, al cumplir los quince de su incorporación a él por cuenta del armador Jardine Matheson.
El primer velero norteamericano de los que acudieron a competir con los ingleses en 1841, fue una pequeña goleta de 90 toneladas, y los últimos, otros dos veleros de la misma clase, construidos en 1851 y de 350 toneladas.                         
Al establecerse líneas regulares a los puertos chinos, servidas por vapores, buscando siempre el aminorar los riesgos a una mercancía muy codiciada por el alto precio de su cotización, el transporte que venía haciéndose en veleros pasó a efectuarse casi exclusivamente en los buques de propulsión mecánica, desapareciendo en poco tiempo los otros, que tan considerables ganancias aportaron a sus propietarios.
Las tripulaciones de los clíperes del opio solían ser dobles, una para el gobierno marinero de la nave y la otra como fuerza armada para luchar contra los piratas, cuyos asaltos eran siempre de temer, sobre todo en los casos de varada o durante las calmas del viento, si bien empleaban entonces el recurso de armar grandes remos en los costados, movidos cada uno por seis hombres, que llegaban a imprimir al buque una velocidad de 3 ó 4 nudos.


                                         (continuará)

martes, 20 de mayo de 2014

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLVI)

Puede que alguien se pregunte, quizá extrañado o asombrado, cuándo conocí al lobo de mar que me contó lo del Preussen. Y yo, con el Romancero en la mano, le contesto: Que por mayo era por mayo, / cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan y están los campos en flor. Voy a hacer un brevísimo retrato o semblanza de él para que veáis que no es algo imaginario, irreal o ficticio; que no es algo  surrealista. Era un hombre viejo,  flaco, desgarbado, con profundas arrugas en la parte posterior del cuello; más bien alto que bajo, con una pierna de palo y el brazo izquierdo cortado a cercén; era un hombre solitario pero solidario, de fuerte pero callada personalidad; de semblante serio, grave, pero  sereno. En resumen: podría ser, estoy seguro, un magnífico personaje para Hemingway, por ejemplo. Aquella hermosa tarde de primavera me dijo a la luz del crepúsculo, en la pequeña terraza de la taberna del puerto, después de ser presentados: “He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas; he navegado en cien mares y atracado en cien riberas”. Y, con una jarra de cerveza en la mano, continuó: “¡Ay del que llega sediento a ver el agua correr y dice: la sed que siento no me la calma el beber!” En su juventud, como me confesó  luego, el viejo y experimentado marinero había hecho vida desordenada y había sido algo bebedor, sin llegar al alcoholismo. Pero él, en aquél momento, se refería, lo comprendí perfectamente, a lo inapagable que era su sed de comprensión. Algunos se reían del viejo pirata por su  aspecto anacrónico -era un arcaísmo viviente-, pero él no se molestaba nunca, no le daba importancia a lo que dijeran u opinaran de él. “Me trae al pairo lo que digan”, solía decir como buen marinero. ¡Cómo me gusta escuchar a los que tienen algo interesante que decir! ¡Qué poco me gusta oír a los que solo tienen lo superfluo, lo huero o armas blancas en la boca¡  El viejo lobo de mar –piel curtida por miles de singladuras- solo hablaba, según me dijo, con los que estaba seguro que sabían escuchar. Semanas más tarde de aquella charla recibí una carta de Capitán Tajamar, como cariñosamente le llamaba yo, dándome las gracias por haberle escuchado. Me sorprendió y me alegró enormemente aquella misiva. Porque por lo menos había alguien que me comprendía a mí.       

Capitán Tajamar y yo nos vimos otra vez al día siguiente. Al mediodía. Cuando, como  todos sabemos,  se empiezan a contar las singladuras. A las doce del día. Hasta las doce del día siguiente es una singladura. Y la nueva singladura, la nueva conversación, tomó el rumbo, la ruta, de los clipper. Aquí aparece, claro, en forma de resumen no de diálogo de novela. Por razones obvias, claras y evidentes.
El clíper o clipper era un buque de vela de mucho andar. Su nombre viene, procede, del inglés clip –que, como verbo neutro, significa moverse o deslizarse con rapidez-, incorporado a los diccionarios de los principales pueblos marítimos para denominar toda clase de velero rápido con entera independencia de su aparejo. Debe, por tanto, desterrarse la creencia de que todos los clíperes eran pailebotes. Es más, los verdaderamente célebres llevaban aparejo redondo, siendo principalmente fragatas y bricbarcas. Como la palabra clip tiene también en inglés las acepciones de esquilar, cercenar, tijeretear, pellizcar, acortar…, algunos dicen que por el esquilar se llamó clippers a los veleros ingleses empleados en el tráfico de la lana de Australia -1852 en adelante-; pero es de notar que anteriormente recibieron ese dictado los veleros de Boston y Baltimore, tan famosos en la línea de California (1848), y, aún antes, los de la carrera del opio; célebres durante la guerra de este nombre (1839). Así que el término se aplicó en el sentido de raudo, veloz…, aplicación lógica, ya que, por ser estos barcos muy finos y estar dotados de mucha vela, hendían las aguas más prontamente que los antiguos navíos de amuras llenas, y también que los primeros vapores, con quienes entablaron dura contienda, en la cual resultaron vencedores los últimos, pero no sin que antes les disputaran gallardamente los veleros el señorío de los mares. Por la misma razón de velocidad llaman los ingleses clippers a los buenos caballos de carreras.



Las grandes hazañas de los veleros mercantes puede decirse que comenzaron al terminar la Guerra de la Independencia norteamericana, que es cuando aparecen los primeros clíperes, para dedicarse muchos al contrabando, tráfico de negros o, peor aún, a la piratería. Después, al prohibir los chinos, en 1839, las importaciones de drogas, que proporcionaban pingües beneficios a las colonias británicas, y desencadenarse por ello la llamada guerra  del opio, acudieron varios clíperes americanos para introducirlas subrepticiamente por los puertos o por las playas de los mares de Oriente; pero donde más importancia tuvieron tales barcos, además de en el comercio del té y de la seda, fue en el tráfico con California y Australia.
La derrota de California empezó a adquirir verdadero auge allá por el año 1848, en que la antigua provincia española, donde aún hoy suenan las campanas de nuestras misiones, dejó de ser territorio mexicano para incorporarse a la Unión Americana, si bien la categoría de Estado no se le concedió hasta dos años más tarde. Es el mismo tiempo en que son descubiertos los grandes yacimientos auríferos que despiertan en todo el mundo una incontenible sed de riqueza. Para trasladarse a El Dorado, muchos habitantes de la costa oriental americana, así como innumerables aventureros que de los rincones más apartados del globo llegan a Nueva York, prefieren hacer el viaje por mar a unir su suerte a las de las caravanas que se internan por regiones inexploradas en carruajes primitivos. Si bien la travesía marítima, no estando abierto el canal de Panamá, obliga a dar la vuelta a todo el Continente, con las naturales molestias y peligros de grandes temporales, el viaje por tierra resulta aún más largo, incómodo y arriesgado, pues los indios tratan de impedir por todos los medios a su alcance la penetración del hombre blanco. Por dichas causas, la navegación alcanzó un desarrollo tal, que se calculan en 700 el número de barcos que el año 1850 transportaron emigrantes a California. Eran éstos gentes de toda laya, abundando los indeseables. Jóvenes y viejos allá iban, con la esperanza de hacer rápida fortuna, soportando grandes sufrimientos, amontonados en bodegas pestilentes; mas la ilusión de mejorar su vida contagia de unos a otros la alegría, que se desborda entonando la canción de moda: “Round Cape Horn”. A la llegada a San Francisco es muy frecuente la deserción en masa de las tripulaciones, adquiriendo de la noche a la mañana todos los forasteros el mismo oficio: buscadores de oro. La afluencia llega a ser tan extraordinaria, que en diez años triplica “Frisco” su población, recurriéndose, por falta de albergues, a utilizar barcos viejos como hospederías flotantes.
Y, ahora, vamos al grano. La construcción de clíperes se inició en Baltimore, alcanzando gran fama después los astilleros de William Webb, de Nueva York y, más todavía, los de Donald MacKay, de Boston, conocido por el “mago de los constructores navales” y cuyo lema era que ningún otro velero del mundo superase a los suyos en andar. De éstos, el Surprise, en su primer viaje a San Francisco, tardó noventa y seis días, reduciendo a la mitad el tiempo empleado por los anteriores, lo que causó el sensacional asombro que su nombre augurara. El mismo constructor botó al agua en 1850, a los sesenta días de haberle puesto la quilla, el Staghound, de 1535 toneladas, siendo la superficie total de las velas superior a los 4000 metros cuadrados, 1000 más de lo acostumbrado hasta entonces.
En la historia de los clíperes abundan los temas de novela: actos de heroísmo y de crueldad, sublevaciones, regatas, contrabandos y trágicos naufragios. Uno de vida muy inquieta fue el Nightingale, construido en 1851 para llevar pasajeros a la Exposición Mundial de Londres y figurar en aguas del Támesis como modelo en su clase, siendo bautizado con  el nombre de ruiseñor  en honor a la famosa cantante sueca Jenny Lind, cuyo busto llevaba de mascarón de proa; pero antes de completar su armamento se arruinó el propietario, que había invertido grandes sumas en lujosos salones, suntuosamente decorados, terminando por venderlo en 75000 dólares a una compañía que lo destinó  a la “carrera del té”. Luego pasó a ser propiedad de unos brasileños que le hicieron el repugnante papel de negrero. Apresado por un buque de guerra norteamericano y conducido a los Estados Unidos, fue armado durante la Guerra de Secesión, y después reanudó la primera vida de pacífico mercante entre California y China, finalizando sy existencia bajo pabellón noruego. Ante la imposibilidad de enviar el Nightingale a la Exposición de Londres, y pensando fundadamente cuánto interés despertaría allí alguna reproducción de los más famosos veleros americanos, se mandó como prototipo a un modelo del Palmer, barco que consiguió hacer una travesía de Cantón a Nueva York en ochenta y cuatro días. El primer capitán de este clíper era hermano del armador y viajaba siempre con su mujer, haciéndose notable en los puertos por las espléndidas fiestas que daba a bordo, aunque ya de por sí llamaba grandemente la atención la elegancia de la nave, construida con detalles propios de un yate de recreo. Desde el punto de vista marinero también resultó una embarcación extraordinaria, y seguramente hubiera llegado a batir al Flying Cloud  (1795 toneladas), el más célebre de los clíperes americanos, de no ocurrir un incidente lamentable cuando lo mandaba otro capitán, quien por dar un trato despótico a la tripulación creó un estado de indisciplina que le obligó a ir de arribada a Valparaíso, aprovechando entonces diecisiete marineros la ocasión para desertar. El Flying Coud venció en la regata, cuando el resultado parecía favorable al Palmer, que llegó tres semanas después a San Francisco; en la historia del Flying, orgullo de los astilleros MacKay, figuran dos viajes de Nueva York a California en ochenta y nueve días, marca que ya sólo pudo alcanzar una vez el Andrew Jackson.
Uno de los mayores barcos de entonces era el Challenger, construido en Nueva York. Su desplazamiento superaba las 2000 toneladas, con 77 metros de eslora y más de 6000 metros cuadrados de velamen, teniendo sólo la vela mayor cerca de 400. En estos buques se introdujo el sistema de gavias dobles, con lo cual resultaba más sencilla la maniobra, viéndose en adelante hasta seis velas por palo. El primer viaje del Challenger, mandado por el capitán Waterman, tristemente célebre por su crueldad, resultó un fracaso. A la llegada a San Francisco fue procesado, en unión del primer oficial, ordenándose también el desembarco de todos los tripulantes. Renovada la dotación, continuó viaje a Shanghai a cargar té para Inglaterra, en donde despertó tanta admiración que, encontrándose en el muelle del Almirantazgo, se le dispensó de arriar bandera.
El Neptune Car debe su celebridad a que por quedarse repentinamente ciego el capitán durante un viaje, y arrestado el primer oficial por insubordinación, tomó el mando la mujer de aquél, una muchacha de veinticuatro años, pues el segundo oficial carecía de suficiente práctica en la navegación. Y, como el marino más experto, llevando a su cargo la derrota y maniobra del buque, alcanzó San Francisco a los cincuenta y dos días del desgraciado suceso, ocurrido a la altura del cabo de Hornos.                            (continuará)