miércoles, 16 de octubre de 2013

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XXX)

               

¿Quién no ha oído hablar de El Callao? Esta ciudad de Perú y puerto de Lima, de la cual dista 10 kilómetros, forma una conurbación con la capital del país y es un activo puerto en el Pacífico. Fundada en 1537, fue la última plaza americana que perdieron los españoles (1826). Durante la guerra entre España y las repúblicas de Chile y Perú tuvo lugar el bombardeo de El Callao (2 mayo 1866) por la escuadra española del Pacífico al mando del almirante Méndez Núñez; la acción se saldó sin vencedores ni vencidos.
Después del bombardeo de Valparaíso, en 31 de marzo, decidió Méndez Núñez (Vigo, 1.7.1824), jefe de la escuadra española de operaciones en el Pacífico desde la muerte del almirante Pareja, que se suicidó a consecuencia del descalabro sufrido en el combate de Papudo, ampliar las actividades de dicha fuerza, realizando una acción de importancia en las costas del Perú, nación que estaba en guerra con España desde el 30 de enero.
Reforzada la escuadra española con la fragata Almansa, de 50 cañones, que se incorporó el 9 de abril, aquélla levó anclas de Valparaíso el 14 de dicho mes. El almirante español, preocupado por los comentarios que se habían hecho a consecuencia el bombardeo de dicho puerto en los que llegaba a afirmarse que la escuadra española no tenía arrestos suficientes para atacar plazas fortificadas, limitándose a bombardear ciudades abiertas, ardía en deseos de demostrar lo infundadas que eran tales difamaciones, a pesar de que las órdenes concretas del gobierno de Madrid se constreñían al bombardeo de Iquique y otros puntos de escasa importancia, debiendo regresar inmediatamente después a la Península. Deseando lograr un triunfo, decidió atacar el puerto de El Callao, poderosamente fortificado, por lo que el 27 de abril se presentó ante la plaza, comunicando al cuerpo diplomático que cuatro días después atacaría las defensas de la ciudad, plazo que hubo quien estimó innecesario, ya que el provocador había sido el gobierno peruano y dado que la plaza se hallaba fortificada, por lo que solo sirvió para, aparte de abandonar la ciudad los neutrales y no combatientes, aprovecharlo los peruanos en reforzar sus aprestos defensivos, si bien también les fue útil a los buques españoles en sus preparativos de ataque. Alguno de éstos –tal la fragata de madera Blanca- fue reforzado con un rudimentario blindaje hecho de cadenas, y todos pintaron de negro las franjas blancas de sus costados, que llevaban así según costumbre de la época, a fin de ofrecer blanco menos perceptible a los cañones enemigos; echaron abajo las vergas mayores y calaron los masteleros, para resguardar en lo posible a la arboladura de las averías que pudiera causarles el fuego enemigo.  
L escuadra española, fondeada en la cercana isla de San Lorenzo, comprendía una fragata blindada, la Numancia (buque de guerra de primera clase, de 7500 toneladas, maquinaria de 1000 caballos, velocidad de 13 millas y blindaje de 130 mm de espesor), armada con 40 cañones; cuatro fragatas de madera: Almansa, de 50 cañones; Villa de Madrid, de 46; Resolución, de 40, y Blanca, de 36, y una goleta, Vencedora, armada con 3 piezas de artillería; en total, 215 piezas, en su mayoría de 68 libras como calibre máximo.
Frente a estos medios, la plaza de El Callao alineaba formidables defensas, dada la ventaja que siempre han ofrecido las fortificaciones costeras en relación con el armamento de las naves atacantes. Según el criterio de los neutrales y las apreciaciones de la propia escuadra atacante, las defensas de la plaza contaban con 92 piezas de artillería, de ellas 14 cañones gigantes (8 Blackely, rayados, con proyectiles de 450 libras, y 6 Armstrong, también rayados, con proyectiles de 300 libras); 40 cañones, lisos, de 16 cm y 38, también lisos, de a 32 libras. Los datos oficiales peruanos dan cifras más reducidas, según las cuales solo había 4 cañones gigantes Armstrong, con proyectiles de 300 libras, emplazados por pares, en los extremos septentrional y meridional de la plaza, en dos torres blindadas (llamadas “Junín” y “La Merced”, respectivamente); 4 cañones gigantes más, Blackely, con proyectiles de a 450 libras, acasamatados y defendidos por terraplenes, distribuidos, uno a uno, en puntos estratégicos en el espacio existente entre las mencionadas torres, apoyados por 44 cañones de a 32 libras, repartidos en siete baterías situadas, dos en la parte norte, cuatro en la sur y una dando frente a la retaguardia de la torre meridional. Un cañón gigante más, Blackely, había sido montado precipitadamente, quedando inutilizado al primer disparo. En total, pues, según estos datos, solo disponían los peruanos de 53 piezas, de ellas 9 de enorme calibre. Además, había que añadir la artillería de los pequeños buques peruanos, que eran los monitores Loa (con cañón de 110 libras) y Victoria (con un cañón de 68 libras) y el vapor Tumbes (con dos cañones de 32 libras), los cuales defendían el centro de la línea. Finalmente, en varios lugares de la bahía se habían colocado torpedos fijos, con disparadores eléctricos.
Fueran ciertas unas u otras cifras, el hecho incuestionable es que los buques españoles, todos de madera a excepción de la fragata blindada Numancia, además de carecer de una sola boca de fuego de gran calibre que oponer a los 14 (o, al menos, 9) enormes cañones enemigos, no se hallaban en condiciones de soportar los disparos de tan poderosas piezas, de las que se suponía que uno solo acertado en la línea de flotación bastaría para echar a pique a cualquiera de los buques de madera, ya que los proyectiles Armstrong rayados de 300 libras atravesaban blindajes hasta de 19 cm, superiores en 6 cm al de dicha fragata. El ataque a El Callao en tales condiciones era empresa temeraria, dados esos medios de defensa y las enseñanzas obtenidas en la entonces reciente Guerra de Secesión americana, en que casi siempre las baterías costeras, aun con enorme inferioridad en número y calibre de las piezas, habían prevalecido en su acción contra las escuadras. Además, los defensores de El Callao podían cubrir sus bajas y renovarse con tropas de refresco, disponiendo de toda clase de recursos, en tanto que los buques españoles, a miles de millas de su país, carecían de reservas y no podían reponer sus pérdidas. Pese a tales inconvenientes, no se arredró el almirante español, ni los comandantes de los barcos y dotaciones a su mando.         (CONTINUARÁ).

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