martes, 6 de agosto de 2013

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XXVI)

Razones de peso –y volumen- han cambiado la fisonomía, el aspecto y la forma del hórreo. Por eso he creído conveniente hacerle otra foto con la nueva apariencia para la cabecera de Cartas desde mi piorno. Me explico: una visita subió, sin problemas, por la escalera de madera, pero, al bajar, cedió uno de los escalones y el visitante se cayó de bruces o se dio de morros. Menos mal que las consecuencias personales fueron nulas, no así las materiales, por eso hubo que acometer, emprender, la solución de la avería, del desperfecto. ¿Y qué mejor que la piedra -Galicia es país rocoso, roqueño-, para solventar la avería? Pues dicho y hecho. Además de buena piedra, en nuestro entorno hay magníficos canteros y labrantes; se buscó unos profesionales de confianza y garantía, se les pidió un presupuesto, y a las pocas jornadas ya podía yo subir, de nuevo,  al piorno. Y tutti contenti, como dicen en Italia. Bueno, todos menos el bolsillo...






Después de este preámbulo o introducción volvemos a los vientos y a las velas. En el fascículo o entrega XXII decía que en algún otro hablaríamos de la batalla de Lepanto in extenso pero en el, o la, XXIII la verdad es que los derroteros, los rumbos, fueron otros y de la famosa batalla casi no hablamos nada. Este encuentro, uno de los más famosos de todas las épocas, tuvo lugar el 7.10.1571, entre la gran flota cristiana coligada que mandaba, como generalísimo de la Liga, don Juan de Austria, y la otomana bajo la dirección suprema de kapudán-pachá Muezzin Zadé (conocido por Alí-Bajá).
La acción de Lepanto marca un hito en la historia naval, no precisamente por sus consecuencias, ya que malógrose la victoria cristiana, como es sabido, por la desunión de las potencias coligadas, sino porque se trata de la última batalla naval librada a base de navíos de remos (principalmente galeras), con la inherente táctica de abordaje. Cierra así Lepanto un período de más de dos mil años en que las polirremes, o navíos de guerra a remos, en su evolución desde la trirreme griega del siglo V a.C. hasta la galera mediterránea del XVI, constituyeron el núcleo fundamental de las armadas, pues en lo sucesivo cobrará enorme importancia la embarcación a vela de gran tamaño, primero el galeón y luego el navío de línea,  derivación perfeccionada de aquél, quedando las galeras y demás embarcaciones a remos relegadas a segundo término, como meros auxiliares de las grandes naves a vela.
El período naval otomano, que resurge con Selim I y se desarrolla con Solimán el Magnífico, en los comienzos del reinado del sucesor de este último, Selim II, constituía una temible amenaza para las naciones cristianas del Mediterráneo, ya que, un tanto decaída la otrora indiscutible potencia naval veneciana, el sultán turco podía reunir una flota tan importante, por lo menos, como las de todas las potencias navales cristianas reunidas. Selim II no había heredado las brillantes cualidades de su padre, y pasaba la mayor parte de su tiempo entregado a la disipación, dejando el gobierno en manos del hábil visir Mohamed Sokolli, que preocupóse de acrecentar el poderío naval, ya temible a la muerte de Solimán. Instado por varios de sus consejeros, el sultán concibió el propósito de incorporar la isla de Chipre al imperio otomano, exigiendo la entrega de la misma a la república de Venecia, en febrero de 1570. La serenísima, a pesar de no tener deseos de guerra, ni tampoco hallarse suficientemente preparada para ella, conservaba aún conciencia de su antiguo poderío, y sin considerar el temible adversario que era el imperio turco, rechazó indignada, la proposición. La negativa equivalía a la guerra, y de aquí que ambas partes llevaran a cabo grandes preparativos para enfrentarse a ella. El sultán, decidido a apoderarse de la isla a viva fuerza, designó al renegado Piali kapudán-  destinado a la expedición contra Chipre, el cual se componía de 160 galeras, 60 fustas y galeotas, 15 mahonas y naves y otras 120 embarcaciones pequeñas. El ejército de desembarco, unos 60000 hombres, con 80 piezas de campaña y asedio, lo mandaba el “seraskier” Mustafá-pachá.  


La república de Venecia consiguió armar a duras penas, por falta sobre todos de remeros, 136 galeras, 11 grandes galeazas y 14 naves, designando general de an poderosa armada a Jerónimo Zanne, auxiliado por los dos “provveditori” Canale y Celsi. No obstante, bien sabía Venecia que su poder no era el de antes, por lo que resultaba incapaz de contrarrestar por sí sola a la flota otomana, y de aquí que solicitara apoyo de varios países cristianos, Francia, Inglaterra y el Imperio, sin obtener ningún resultado, pues solo Génova, Saboya y la Orden de Malta le ofrecieron pequeña e irrisoria ayuda. Venciendo su manifiesta animadversión hacia España, Venecia suplicó apoyo del papa, PíoV, a fin de que intercediera cerca de Felipe II para que éste autorizase que por lo menos una parte de su flota de galeras reforzara a la veneciana, considerándose difícil accediera a ello el Rey Católico al hallarse bien presente en su memoria el fracaso de Preveza (ciudad de Grecia, en Epiro) y la falta de cooperación de los venecianos cuando el asedio de Malta, en que sí, todo lo contrario que permanecer neutrales, hubieran engrosado las armadas cristianas, habríase logrado aniquilar el poderío marítimo otomano. No obstante, el pontífice, que ya de tiempo atrás meditaba el proyecto de una liga de potencias cristianas que cortase de raíz los continuos progresos de las armas otomana, envió al hábil Luis de Torres, clérigo español de su confianza, para que convenciera a Felipe II de la necesidad de socorrer a Venecia y de constituir la proyectada Liga, formando España parte principal de ella. Felipe II accedió por lo pronto a que las escuadras de galeras de Sicilia y Nápoles y las que se hallaban a sueldo de España en aguas italianas se uniesen a la armada veneciana y a la pontificia (Venecia había entregado a la Santa Sede doce galeras desarmadas para que constituyeran el núcleo de una flota papal), y pocos días después, a mediados de mayo de 1570, el monarca español se adhería al proyecto de Liga cristiana, designando sus representantes en Roma, para la discusión de los términos y condiciones en que aquélla había de constituirse, a los cardenales Granvela y Pacheco y al embajador Juan de Zúñiga.   (Continuará)

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