¿Quién no ha oído hablar de El Callao? Esta ciudad de Perú y
puerto de Lima, de la cual dista 10 kilómetros, forma una conurbación con la
capital del país y es un activo puerto en el Pacífico. Fundada en 1537, fue la última
plaza americana que perdieron los españoles (1826). Durante la guerra entre España
y las repúblicas de Chile y Perú tuvo lugar el bombardeo de El Callao (2 mayo
1866) por la escuadra española del Pacífico al mando del almirante Méndez
Núñez; la acción se saldó sin vencedores ni vencidos.
Después del bombardeo de Valparaíso, en 31 de marzo, decidió
Méndez Núñez (Vigo, 1.7.1824), jefe de la escuadra española de operaciones en
el Pacífico desde la muerte del almirante Pareja, que se suicidó a consecuencia
del descalabro sufrido en el combate de Papudo, ampliar las actividades de
dicha fuerza, realizando una acción de importancia en las costas del Perú,
nación que estaba en guerra con España desde el 30 de enero.
Reforzada la escuadra española con la fragata Almansa, de 50 cañones, que se incorporó
el 9 de abril, aquélla levó anclas de Valparaíso el 14 de dicho mes. El
almirante español, preocupado por los comentarios que se habían hecho a
consecuencia el bombardeo de dicho puerto en los que llegaba a afirmarse que la
escuadra española no tenía arrestos suficientes para atacar plazas fortificadas,
limitándose a bombardear ciudades abiertas, ardía en deseos de demostrar lo
infundadas que eran tales difamaciones, a pesar de que las órdenes concretas
del gobierno de Madrid se constreñían al bombardeo de Iquique y otros puntos de
escasa importancia, debiendo regresar inmediatamente después a la Península.
Deseando lograr un triunfo, decidió atacar el puerto de El Callao,
poderosamente fortificado, por lo que el 27 de abril se presentó ante la plaza,
comunicando al cuerpo diplomático que cuatro días después atacaría las defensas
de la ciudad, plazo que hubo quien estimó innecesario, ya que el provocador había
sido el gobierno peruano y dado que la plaza se hallaba fortificada, por lo que
solo sirvió para, aparte de abandonar la ciudad los neutrales y no
combatientes, aprovecharlo los peruanos en reforzar sus aprestos defensivos, si
bien también les fue útil a los buques españoles en sus preparativos de ataque.
Alguno de éstos –tal la fragata de madera Blanca-
fue reforzado con un rudimentario blindaje hecho de cadenas, y todos pintaron
de negro las franjas blancas de sus costados, que llevaban así según costumbre
de la época, a fin de ofrecer blanco menos perceptible a los cañones enemigos;
echaron abajo las vergas mayores y calaron los masteleros, para resguardar en
lo posible a la arboladura de las averías que pudiera causarles el fuego
enemigo.
L escuadra española, fondeada en la cercana isla de San
Lorenzo, comprendía una fragata blindada, la Numancia (buque de guerra de primera clase, de 7500 toneladas,
maquinaria de 1000 caballos, velocidad de 13 millas y blindaje de 130 mm de
espesor), armada con 40 cañones; cuatro fragatas de madera: Almansa, de 50 cañones; Villa de Madrid, de 46; Resolución, de 40, y Blanca, de 36, y una goleta, Vencedora,
armada con 3 piezas de artillería; en total, 215 piezas, en su mayoría de 68
libras como calibre máximo.
Frente a estos medios, la plaza de El Callao alineaba
formidables defensas, dada la ventaja que siempre han ofrecido las
fortificaciones costeras en relación con el armamento de las naves atacantes. Según
el criterio de los neutrales y las apreciaciones de la propia escuadra
atacante, las defensas de la plaza contaban con 92 piezas de artillería, de
ellas 14 cañones gigantes (8 Blackely, rayados, con proyectiles de 450 libras,
y 6 Armstrong, también rayados, con proyectiles de 300 libras); 40 cañones, lisos, de 16 cm y 38, también lisos, de
a 32 libras. Los datos oficiales peruanos dan cifras más reducidas, según las
cuales solo había 4 cañones gigantes Armstrong, con proyectiles de 300 libras,
emplazados por pares, en los extremos septentrional y meridional de la plaza,
en dos torres blindadas (llamadas “Junín” y “La Merced”, respectivamente); 4
cañones gigantes más, Blackely, con proyectiles de a 450 libras, acasamatados y
defendidos por terraplenes, distribuidos, uno a uno, en puntos estratégicos en
el espacio existente entre las mencionadas torres, apoyados por 44 cañones de a
32 libras, repartidos en siete baterías situadas, dos en la parte norte, cuatro
en la sur y una dando frente a la
retaguardia de la torre meridional. Un cañón gigante más, Blackely, había sido
montado precipitadamente, quedando inutilizado al primer disparo. En total,
pues, según estos datos, solo disponían los peruanos de 53 piezas, de ellas 9
de enorme calibre. Además, había que añadir la artillería de los pequeños
buques peruanos, que eran los monitores Loa
(con cañón de 110 libras) y Victoria
(con un cañón de 68 libras) y el vapor Tumbes
(con dos cañones de 32 libras), los cuales defendían el centro de la línea. Finalmente,
en varios lugares de la bahía se habían colocado torpedos fijos, con
disparadores eléctricos.
Fueran ciertas unas u otras cifras, el hecho incuestionable
es que los buques españoles, todos de madera a excepción de la fragata blindada
Numancia, además de carecer de una
sola boca de fuego de gran calibre que oponer a los 14 (o, al menos, 9) enormes
cañones enemigos, no se hallaban en condiciones de soportar los disparos de tan
poderosas piezas, de las que se suponía que uno solo acertado en la línea de
flotación bastaría para echar a pique a cualquiera de los buques de madera, ya que los proyectiles Armstrong rayados
de 300 libras atravesaban blindajes hasta de 19 cm, superiores en 6 cm al de
dicha fragata. El ataque a El Callao en tales condiciones era empresa
temeraria, dados esos medios de defensa y las enseñanzas obtenidas en la
entonces reciente Guerra de Secesión americana, en que casi siempre las
baterías costeras, aun con enorme inferioridad en número y calibre de las
piezas, habían prevalecido en su acción contra las escuadras. Además, los
defensores de El Callao podían cubrir sus bajas y renovarse con tropas de
refresco, disponiendo de toda clase de recursos, en tanto que los buques
españoles, a miles de millas de su país, carecían de reservas y no podían
reponer sus pérdidas. Pese a tales inconvenientes, no se arredró el almirante
español, ni los comandantes de los barcos y dotaciones a su mando. (CONTINUARÁ).
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