Sobre la absurda mescolanza de
gentes que amasaron fortunas con el contrabando de opio, cuenta Basil Lubbock
que, entre ellas, había hijos de clérigos que, al retirarse de la vida de mar,
sucedieron a sus padres en la cura de almas, y también, quienes dedicados luego
a la abogacía, entraron en el Parlamento. Desde un punto de vista
exclusivamente marinero, merecen admiración estas dotaciones que con las
quillas de sus barcos descubrieron numerosos bajos desconocidos por falta de
levantamientos hidrográficos, y afrontaron con inaudita valentía, además de los
temibles tifones los no menos temibles ataques de piratas que hasta nuestros
días siguieron infestando las aguas del mar de la China. El juicio habría de
ser muy distinto si se refiere al aspecto moral.
Al comenzar la segunda mitad del
siglo XIX, época del gran apogeo de los clíperes americanos, inicia la marina
mercante inglesa, tras una anterior etapa de decadencia, el camino hacia el
engrandecimiento que la hará figurar en lo sucesivo y destacadamente, hasta la
guerra de 1939, en el primer puesto en las listas del tonelaje mundial. Los
veleros americanos, más rápidos por las nuevas modalidades de su construcción y
aparejo, estaban incluso invadiendo líneas servidas tradicionalmente por barcos
ingleses, o sean las del tráfico colonial y las que unen el Extremo Oriente a
los puertos de la Gran Bretaña. En general, los barcos de por aquí resultaban
anticuados con respecto a los del otro lado del Atlántico, siendo Inglaterra
uno de los países en donde esta diferencia era más notoria a causa de poseer un
gran número de ellos de teca, madera tan resistente que los hacía llegar casi a
centenarios en condiciones de seguir prestando servicio. Pero, en cambio, eran
muy lentos, poco maniobreros –siempre en comparación con los americanos- y,
además, exigían doble número de tripulantes que los otros, motivos éstos de una
situación de inferioridad a la hora de competir en el mercado de fletes. Sin
embargo, a partir de la fecha de abolición del monopolio de la Compañía de las
Indias Orientales, ya construyeron los ingleses algunos veleros de un porte
superior a las 500 toneladas y de mayor andar que los anteriores, destinándolos
al transporte del té y otras mercaderías exóticas, conocidos familiarmente con
el nombre de “tea wagons”; mas así y todo, desligados del proteccionismo
oficial, su movilización era ruinosa para los armadores, por cuanto se podían
contratar libremente buques americanos a un flete mucho menor.
En estas condiciones se produce
uno de los hechos más trascendentales en la historia del Imperio Británico: el
descubrimiento de ricos yacimientos de oro en los estados de Nueva una
explotación minera, de por sí ya muy importante, sino que marca los comienzos
de la colonización de Australia y, diez años más tarde, de Nueva Zelanda. Como
venía ocurriendo en California, ese afán desesperado por ir en busca del oro,
ilusión febril del mísero, quimera frenética de llegar pronto a rico, se
despertó en una multitud que antes soñaba en doblar el cabo de Hornos, camino
de San Francisco, y ahora le daba lo mismo embarcarse por la derrota de Buena
Esperanza –nombre evocador- con destino al novísimo Dorado. Sólo en un decenio
se trasladaron a Australia alrededor de setecientas cincuenta mil almas, y,
como para ellos fueran necesarios mejores barcos y de mayor capacidad, porque
en los existentes sólo podía ofrecerse un rincón de la bodega, lugar inhóspito
por falta de aire puro –aunque la idea de ventilar artificialmente las bodegas
y sollados arranca del 1753, casi todos los veleros la desconocían a mediados
del pasado siglo XIX-, con montones de paja para dormir, y que, poco a poco,
humedecida y pisoteada, se convertía en verdadero estiércol, se contrataron en
astilleros americanos nuevas construcciones, pues los ingleses no hacían buques
de comercio superiores a las mil toneladas. Y éstos fueron los primeros grandes
clíperes de que Inglaterra dispuso. Uno de ellos, el Marco Polo, construido en New Brunswick (Canadá), llegó a
Liverpool, puerto principal para la emigración británica, en 1852, y luego de
descargar un importante lote de algodón, se dirigió a Australia con 930
pasajeros y sólo 30 hombres de tripulación, si bien a éstos deben añadirse
otros 30 emigrantes que trabajaban a bordo para ahorrarse el importe del viaje,
en el cual llevó a cabo la proeza de arribar a su destino en sesenta y ocho
días, hazaña digna de ser recordada en los anales de la navegación. Un vapor,
el Australia, que andaba a una velocidad media de quince nudos, tardó una
semana más. El velero regresó a Inglaterra por el cabo de Hornos, en sesenta y
seis días, trayendo un cargamento de oro en polvo valorado en 100.000 libras
esterlinas; por tanto, en menos de seis meses dio la vuelta al mundo; se cuenta
que al ser informado el armador por un marinero de que el buque se encontraba a
la vista, contestó: “Es imposible, todavía no tengo noticias de que haya
llegado a Australia”. (continuará)