Después de este preámbulo o introducción volvemos a los
vientos y a las velas. En el fascículo o entrega
XXII decía que en algún otro hablaríamos de la batalla de Lepanto in extenso pero en el, o la, XXIII la
verdad es que los derroteros, los rumbos, fueron otros y de la famosa batalla
casi no hablamos nada. Este encuentro, uno de los más famosos de todas las
épocas, tuvo lugar el 7.10.1571, entre la gran flota cristiana coligada que
mandaba, como generalísimo de la Liga, don Juan de Austria, y la otomana bajo
la dirección suprema de kapudán-pachá Muezzin Zadé (conocido por Alí-Bajá).
La acción de Lepanto marca un hito en la historia naval, no
precisamente por sus consecuencias, ya que malógrose la victoria cristiana,
como es sabido, por la desunión de las potencias coligadas, sino porque se trata
de la última batalla naval librada a base de navíos de remos (principalmente
galeras), con la inherente táctica de abordaje. Cierra así Lepanto un período de
más de dos mil años en que las polirremes, o navíos de guerra a remos, en su
evolución desde la trirreme griega del siglo V a.C. hasta la galera mediterránea
del XVI, constituyeron el núcleo fundamental de las armadas, pues en lo
sucesivo cobrará enorme importancia la embarcación a vela de gran tamaño,
primero el galeón y luego el navío de
línea, derivación perfeccionada de
aquél, quedando las galeras y demás embarcaciones a remos relegadas a segundo
término, como meros auxiliares de las grandes naves a vela.
El período naval otomano, que resurge con Selim I y se
desarrolla con Solimán el Magnífico, en los comienzos del reinado del sucesor de
este último, Selim II, constituía una temible amenaza para las naciones
cristianas del Mediterráneo, ya que, un tanto decaída la otrora indiscutible
potencia naval veneciana, el sultán turco podía reunir una flota tan importante,
por lo menos, como las de todas las potencias navales cristianas reunidas.
Selim II no había heredado las brillantes cualidades de su padre, y pasaba la
mayor parte de su tiempo entregado a la disipación, dejando el gobierno en
manos del hábil visir Mohamed Sokolli, que preocupóse de acrecentar el poderío
naval, ya temible a la muerte de Solimán. Instado por varios de sus consejeros,
el sultán concibió el propósito de incorporar la isla de Chipre al imperio
otomano, exigiendo la entrega de la misma a la república de Venecia, en febrero
de 1570. La serenísima, a pesar de no tener deseos de guerra, ni tampoco
hallarse suficientemente preparada para ella, conservaba aún conciencia de su
antiguo poderío, y sin considerar el temible adversario que era el imperio
turco, rechazó indignada, la proposición. La negativa equivalía a la guerra, y
de aquí que ambas partes llevaran a cabo grandes preparativos para enfrentarse
a ella. El sultán, decidido a apoderarse de la isla a viva fuerza, designó al
renegado Piali kapudán- destinado a la
expedición contra Chipre, el cual se componía de 160 galeras, 60 fustas y
galeotas, 15 mahonas y naves y otras 120 embarcaciones pequeñas. El ejército de
desembarco, unos 60000 hombres, con 80 piezas de campaña y asedio, lo mandaba
el “seraskier” Mustafá-pachá.
La república de Venecia consiguió armar a duras penas, por
falta sobre todos de remeros, 136 galeras, 11 grandes galeazas y 14 naves,
designando general de an poderosa armada a Jerónimo Zanne, auxiliado por los
dos “provveditori” Canale y Celsi. No obstante, bien sabía Venecia que su poder
no era el de antes, por lo que resultaba incapaz de contrarrestar por sí sola a
la flota otomana, y de aquí que solicitara apoyo de varios países cristianos,
Francia, Inglaterra y el Imperio, sin obtener ningún resultado, pues solo
Génova, Saboya y la Orden de Malta le ofrecieron pequeña e irrisoria ayuda.
Venciendo su manifiesta animadversión hacia España, Venecia suplicó apoyo del
papa, PíoV, a fin de que intercediera cerca de Felipe II para que éste
autorizase que por lo menos una parte de su flota de galeras reforzara a la
veneciana, considerándose difícil accediera a ello el Rey Católico al hallarse
bien presente en su memoria el fracaso de Preveza (ciudad de Grecia, en Epiro)
y la falta de cooperación de los venecianos cuando el asedio de Malta, en que sí,
todo lo contrario que permanecer neutrales, hubieran engrosado las armadas
cristianas, habríase logrado aniquilar el poderío marítimo otomano. No
obstante, el pontífice, que ya de tiempo atrás meditaba el proyecto de una liga
de potencias cristianas que cortase de raíz los continuos progresos de las
armas otomana, envió al hábil Luis de Torres, clérigo español de su confianza,
para que convenciera a Felipe II de la necesidad de socorrer a Venecia y de
constituir la proyectada Liga, formando España parte principal de ella. Felipe
II accedió por lo pronto a que las escuadras de galeras de Sicilia y Nápoles y
las que se hallaban a sueldo de España en aguas italianas se uniesen a la
armada veneciana y a la pontificia (Venecia había entregado a la Santa Sede
doce galeras desarmadas para que constituyeran el núcleo de una flota papal), y
pocos días después, a mediados de mayo de 1570, el monarca español se adhería
al proyecto de Liga cristiana, designando sus representantes en Roma, para la
discusión de los términos y condiciones en que aquélla había de constituirse, a
los cardenales Granvela y Pacheco y al embajador Juan de Zúñiga. (Continuará)
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