Yo -inútil peso de la
tierra- más que un escritor, soy un escribidor, un escritorzuelo, un
foliculario; o un grafómano, o un plumífero. Todas estas palabras, salta a la
vista, tienen un matiz despreciativo o menospreciativo. Los poetas nacen, los
oradores se hacen. Es un axioma escolástico. La poesía es un don natural,
mientras que la oratoria se aprende. Los grandes escritores de todos los países
y de todos los tiempos, tenían sus licencias poéticas o literarias. Yo también
las tengo. Es en lo único que puedo
emular a los literatos. Los que me conocen ya se habrán dado cuenta; los que no
me conocen quizás no se hayan percatado. Mis cartas –epístolas de los hombres
oscuros- solo tienen eso que los juristas llaman animus jocandi (pronúnciese iocandi):
deseo e intención de divertir.
Siempre faltan palabras donde sobran sentimientos. Porque el
corazón tiene razones que la razón no conoce. El elocuente calla y el ignorante
lo quiere hablar todo. Cuando yo navegaba, estando una noche en uno de los
corredores de popa gozando de la conversación de un compañero, etesiarum flatu nimii temperantur calores
(con el soplo de los vientos etesios se hacen más soportables los excesivos
calores), mi amigo me alertó de los peligros del trato humano (yo era bastante
más joven que él: un simple grumetillo, por no decir un pardillo), y me aleccionó
que detrás de todo gran hombre se vislumbra, siempre, una gran mujer. Una
magnífica y discreta fémina, una extraordinaria esposa, madre y señora, que
sabe ser prudente, cauta y sensata, como un segundo de a bordo cuando recibe
las órdenes del capitán.
Mi camarada, al que llamaremos Baltasar, era un hombre de estudio, de lecturas reposadas, de conversaciones gustosas y de experiencia en el conocimiento de la naturaleza y psicología humanas. “La conversación, el diálogo -me decía-, es cosa de dos, como mucho de tres; cuatro son multitud. Un diálogo de sordos. Una torre de Babel”. Y continuó: “recuerda que la noble conversación es hija del discurso, madre del saber, desahogo del alma, vínculo de la amistad. El mundo se concierta de desconciertos: es engañoso, tiene dos caras; la virtud perseguida, el vicio aplaudido y todos vivimos en asechanzas porque, algunas personas, tienen una lengua más afilada que las navajas”, me decía. “Yo solo uso mi lengua para comer”, fue otra de sus frases que me quedaron grabadas para siempre. Palabra y piedra suelta no tienen vuelta, claro. Que lo sepan algunos. Mi compañero me dijo, también, que viéndose sin amigos vivos, apeló a los muertos. Cuando escuché aquello me debió quedar una cara de asombro que, si Maimónides viviera, me incluiría en las páginas de su “Guía de perplejos”. Luego me aclaró que quería decir que el trato con los grandes escritores del pasado -la pléyade- le resultaba menos decepcionante que la relación con los vivos. Usaba mucho, como pude comprobar, tropos como la metáfora, la metonimia y la sinécdoque. Era un hombre muy leído, sin parangón, un maestro, un profesor; con él aprendí mucho.
Mi camarada, al que llamaremos Baltasar, era un hombre de estudio, de lecturas reposadas, de conversaciones gustosas y de experiencia en el conocimiento de la naturaleza y psicología humanas. “La conversación, el diálogo -me decía-, es cosa de dos, como mucho de tres; cuatro son multitud. Un diálogo de sordos. Una torre de Babel”. Y continuó: “recuerda que la noble conversación es hija del discurso, madre del saber, desahogo del alma, vínculo de la amistad. El mundo se concierta de desconciertos: es engañoso, tiene dos caras; la virtud perseguida, el vicio aplaudido y todos vivimos en asechanzas porque, algunas personas, tienen una lengua más afilada que las navajas”, me decía. “Yo solo uso mi lengua para comer”, fue otra de sus frases que me quedaron grabadas para siempre. Palabra y piedra suelta no tienen vuelta, claro. Que lo sepan algunos. Mi compañero me dijo, también, que viéndose sin amigos vivos, apeló a los muertos. Cuando escuché aquello me debió quedar una cara de asombro que, si Maimónides viviera, me incluiría en las páginas de su “Guía de perplejos”. Luego me aclaró que quería decir que el trato con los grandes escritores del pasado -la pléyade- le resultaba menos decepcionante que la relación con los vivos. Usaba mucho, como pude comprobar, tropos como la metáfora, la metonimia y la sinécdoque. Era un hombre muy leído, sin parangón, un maestro, un profesor; con él aprendí mucho.
Llegado a este punto me doy cuenta de que no
ha quedado claro lo de los vientos etesios y deseo dilucidar, explicar, que los
vientos etesios, anuales, son los que soplan periódicamente del norte, durante
el verano, en el Mediterráneo oriental. Estos vientos determinan un tiempo
cálido y seco, porque los relieves costeros del norte provocan efectos de foehn. El foehn más típico es el que sopla en los valles austriacos y suizos,
al N de las crestas alpinas, entre el Vorarlberg y el Leman. Los meteorólogos
designan con el nombre de foehn en aire
libre todo descenso que determina una disminución de humedad relativa y de
nebulosidad y un recalentamiento adiabático.
Baltasar me hablaba mucho, casi todos los días, de dos personajes que él llamaba Andrenio (hombre
instintivo o común, distinto del crítico), y Critilo (persona reflexiva, o de
juicio equilibrado) que luchan con el mundo, como símbolo de los instintos y de
la razón, de lo espontáneo y de lo reflexivo, de la pasión y la voluntad.
La admiración es hija de la ignorancia; el más noble de los sentidos
es la vista. Pero malos testigos son para
los hombres los ojos y los oídos cuando se tienen almas bárbaras. Y de esos
hay muchos. Desgraciadamente.
José Cadalso publicó Los
eruditos a la violeta, ingeniosa
sátira contra la erudición superficial. Yo,
que confundo el apotegma con la apotema, el banano con el baniano y el tálamo
con el túmulo, no soy culto ni docto. Pese a estar en inferioridad de
condiciones ante tanto entendido, vivo feliz y contento con mi aurea mediocritas (áurea medianía). Y
con mi ironía. La sátira, que nació en Roma y que hizo proclamar a Quintiliano sátira tota nostra est.
¡Hasta pronto!
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