martes, 20 de mayo de 2014

VELAS Y VIENTOS, VIENTOS Y VELAS (XLVI)

Puede que alguien se pregunte, quizá extrañado o asombrado, cuándo conocí al lobo de mar que me contó lo del Preussen. Y yo, con el Romancero en la mano, le contesto: Que por mayo era por mayo, / cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan y están los campos en flor. Voy a hacer un brevísimo retrato o semblanza de él para que veáis que no es algo imaginario, irreal o ficticio; que no es algo  surrealista. Era un hombre viejo,  flaco, desgarbado, con profundas arrugas en la parte posterior del cuello; más bien alto que bajo, con una pierna de palo y el brazo izquierdo cortado a cercén; era un hombre solitario pero solidario, de fuerte pero callada personalidad; de semblante serio, grave, pero  sereno. En resumen: podría ser, estoy seguro, un magnífico personaje para Hemingway, por ejemplo. Aquella hermosa tarde de primavera me dijo a la luz del crepúsculo, en la pequeña terraza de la taberna del puerto, después de ser presentados: “He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas; he navegado en cien mares y atracado en cien riberas”. Y, con una jarra de cerveza en la mano, continuó: “¡Ay del que llega sediento a ver el agua correr y dice: la sed que siento no me la calma el beber!” En su juventud, como me confesó  luego, el viejo y experimentado marinero había hecho vida desordenada y había sido algo bebedor, sin llegar al alcoholismo. Pero él, en aquél momento, se refería, lo comprendí perfectamente, a lo inapagable que era su sed de comprensión. Algunos se reían del viejo pirata por su  aspecto anacrónico -era un arcaísmo viviente-, pero él no se molestaba nunca, no le daba importancia a lo que dijeran u opinaran de él. “Me trae al pairo lo que digan”, solía decir como buen marinero. ¡Cómo me gusta escuchar a los que tienen algo interesante que decir! ¡Qué poco me gusta oír a los que solo tienen lo superfluo, lo huero o armas blancas en la boca¡  El viejo lobo de mar –piel curtida por miles de singladuras- solo hablaba, según me dijo, con los que estaba seguro que sabían escuchar. Semanas más tarde de aquella charla recibí una carta de Capitán Tajamar, como cariñosamente le llamaba yo, dándome las gracias por haberle escuchado. Me sorprendió y me alegró enormemente aquella misiva. Porque por lo menos había alguien que me comprendía a mí.       

Capitán Tajamar y yo nos vimos otra vez al día siguiente. Al mediodía. Cuando, como  todos sabemos,  se empiezan a contar las singladuras. A las doce del día. Hasta las doce del día siguiente es una singladura. Y la nueva singladura, la nueva conversación, tomó el rumbo, la ruta, de los clipper. Aquí aparece, claro, en forma de resumen no de diálogo de novela. Por razones obvias, claras y evidentes.
El clíper o clipper era un buque de vela de mucho andar. Su nombre viene, procede, del inglés clip –que, como verbo neutro, significa moverse o deslizarse con rapidez-, incorporado a los diccionarios de los principales pueblos marítimos para denominar toda clase de velero rápido con entera independencia de su aparejo. Debe, por tanto, desterrarse la creencia de que todos los clíperes eran pailebotes. Es más, los verdaderamente célebres llevaban aparejo redondo, siendo principalmente fragatas y bricbarcas. Como la palabra clip tiene también en inglés las acepciones de esquilar, cercenar, tijeretear, pellizcar, acortar…, algunos dicen que por el esquilar se llamó clippers a los veleros ingleses empleados en el tráfico de la lana de Australia -1852 en adelante-; pero es de notar que anteriormente recibieron ese dictado los veleros de Boston y Baltimore, tan famosos en la línea de California (1848), y, aún antes, los de la carrera del opio; célebres durante la guerra de este nombre (1839). Así que el término se aplicó en el sentido de raudo, veloz…, aplicación lógica, ya que, por ser estos barcos muy finos y estar dotados de mucha vela, hendían las aguas más prontamente que los antiguos navíos de amuras llenas, y también que los primeros vapores, con quienes entablaron dura contienda, en la cual resultaron vencedores los últimos, pero no sin que antes les disputaran gallardamente los veleros el señorío de los mares. Por la misma razón de velocidad llaman los ingleses clippers a los buenos caballos de carreras.



Las grandes hazañas de los veleros mercantes puede decirse que comenzaron al terminar la Guerra de la Independencia norteamericana, que es cuando aparecen los primeros clíperes, para dedicarse muchos al contrabando, tráfico de negros o, peor aún, a la piratería. Después, al prohibir los chinos, en 1839, las importaciones de drogas, que proporcionaban pingües beneficios a las colonias británicas, y desencadenarse por ello la llamada guerra  del opio, acudieron varios clíperes americanos para introducirlas subrepticiamente por los puertos o por las playas de los mares de Oriente; pero donde más importancia tuvieron tales barcos, además de en el comercio del té y de la seda, fue en el tráfico con California y Australia.
La derrota de California empezó a adquirir verdadero auge allá por el año 1848, en que la antigua provincia española, donde aún hoy suenan las campanas de nuestras misiones, dejó de ser territorio mexicano para incorporarse a la Unión Americana, si bien la categoría de Estado no se le concedió hasta dos años más tarde. Es el mismo tiempo en que son descubiertos los grandes yacimientos auríferos que despiertan en todo el mundo una incontenible sed de riqueza. Para trasladarse a El Dorado, muchos habitantes de la costa oriental americana, así como innumerables aventureros que de los rincones más apartados del globo llegan a Nueva York, prefieren hacer el viaje por mar a unir su suerte a las de las caravanas que se internan por regiones inexploradas en carruajes primitivos. Si bien la travesía marítima, no estando abierto el canal de Panamá, obliga a dar la vuelta a todo el Continente, con las naturales molestias y peligros de grandes temporales, el viaje por tierra resulta aún más largo, incómodo y arriesgado, pues los indios tratan de impedir por todos los medios a su alcance la penetración del hombre blanco. Por dichas causas, la navegación alcanzó un desarrollo tal, que se calculan en 700 el número de barcos que el año 1850 transportaron emigrantes a California. Eran éstos gentes de toda laya, abundando los indeseables. Jóvenes y viejos allá iban, con la esperanza de hacer rápida fortuna, soportando grandes sufrimientos, amontonados en bodegas pestilentes; mas la ilusión de mejorar su vida contagia de unos a otros la alegría, que se desborda entonando la canción de moda: “Round Cape Horn”. A la llegada a San Francisco es muy frecuente la deserción en masa de las tripulaciones, adquiriendo de la noche a la mañana todos los forasteros el mismo oficio: buscadores de oro. La afluencia llega a ser tan extraordinaria, que en diez años triplica “Frisco” su población, recurriéndose, por falta de albergues, a utilizar barcos viejos como hospederías flotantes.
Y, ahora, vamos al grano. La construcción de clíperes se inició en Baltimore, alcanzando gran fama después los astilleros de William Webb, de Nueva York y, más todavía, los de Donald MacKay, de Boston, conocido por el “mago de los constructores navales” y cuyo lema era que ningún otro velero del mundo superase a los suyos en andar. De éstos, el Surprise, en su primer viaje a San Francisco, tardó noventa y seis días, reduciendo a la mitad el tiempo empleado por los anteriores, lo que causó el sensacional asombro que su nombre augurara. El mismo constructor botó al agua en 1850, a los sesenta días de haberle puesto la quilla, el Staghound, de 1535 toneladas, siendo la superficie total de las velas superior a los 4000 metros cuadrados, 1000 más de lo acostumbrado hasta entonces.
En la historia de los clíperes abundan los temas de novela: actos de heroísmo y de crueldad, sublevaciones, regatas, contrabandos y trágicos naufragios. Uno de vida muy inquieta fue el Nightingale, construido en 1851 para llevar pasajeros a la Exposición Mundial de Londres y figurar en aguas del Támesis como modelo en su clase, siendo bautizado con  el nombre de ruiseñor  en honor a la famosa cantante sueca Jenny Lind, cuyo busto llevaba de mascarón de proa; pero antes de completar su armamento se arruinó el propietario, que había invertido grandes sumas en lujosos salones, suntuosamente decorados, terminando por venderlo en 75000 dólares a una compañía que lo destinó  a la “carrera del té”. Luego pasó a ser propiedad de unos brasileños que le hicieron el repugnante papel de negrero. Apresado por un buque de guerra norteamericano y conducido a los Estados Unidos, fue armado durante la Guerra de Secesión, y después reanudó la primera vida de pacífico mercante entre California y China, finalizando sy existencia bajo pabellón noruego. Ante la imposibilidad de enviar el Nightingale a la Exposición de Londres, y pensando fundadamente cuánto interés despertaría allí alguna reproducción de los más famosos veleros americanos, se mandó como prototipo a un modelo del Palmer, barco que consiguió hacer una travesía de Cantón a Nueva York en ochenta y cuatro días. El primer capitán de este clíper era hermano del armador y viajaba siempre con su mujer, haciéndose notable en los puertos por las espléndidas fiestas que daba a bordo, aunque ya de por sí llamaba grandemente la atención la elegancia de la nave, construida con detalles propios de un yate de recreo. Desde el punto de vista marinero también resultó una embarcación extraordinaria, y seguramente hubiera llegado a batir al Flying Cloud  (1795 toneladas), el más célebre de los clíperes americanos, de no ocurrir un incidente lamentable cuando lo mandaba otro capitán, quien por dar un trato despótico a la tripulación creó un estado de indisciplina que le obligó a ir de arribada a Valparaíso, aprovechando entonces diecisiete marineros la ocasión para desertar. El Flying Coud venció en la regata, cuando el resultado parecía favorable al Palmer, que llegó tres semanas después a San Francisco; en la historia del Flying, orgullo de los astilleros MacKay, figuran dos viajes de Nueva York a California en ochenta y nueve días, marca que ya sólo pudo alcanzar una vez el Andrew Jackson.
Uno de los mayores barcos de entonces era el Challenger, construido en Nueva York. Su desplazamiento superaba las 2000 toneladas, con 77 metros de eslora y más de 6000 metros cuadrados de velamen, teniendo sólo la vela mayor cerca de 400. En estos buques se introdujo el sistema de gavias dobles, con lo cual resultaba más sencilla la maniobra, viéndose en adelante hasta seis velas por palo. El primer viaje del Challenger, mandado por el capitán Waterman, tristemente célebre por su crueldad, resultó un fracaso. A la llegada a San Francisco fue procesado, en unión del primer oficial, ordenándose también el desembarco de todos los tripulantes. Renovada la dotación, continuó viaje a Shanghai a cargar té para Inglaterra, en donde despertó tanta admiración que, encontrándose en el muelle del Almirantazgo, se le dispensó de arriar bandera.
El Neptune Car debe su celebridad a que por quedarse repentinamente ciego el capitán durante un viaje, y arrestado el primer oficial por insubordinación, tomó el mando la mujer de aquél, una muchacha de veinticuatro años, pues el segundo oficial carecía de suficiente práctica en la navegación. Y, como el marino más experto, llevando a su cargo la derrota y maniobra del buque, alcanzó San Francisco a los cincuenta y dos días del desgraciado suceso, ocurrido a la altura del cabo de Hornos.                            (continuará)


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