Puede que alguien se pregunte,
quizá extrañado o asombrado, cuándo conocí al lobo de mar que me contó lo del Preussen. Y yo, con el Romancero en la
mano, le contesto: Que por mayo era por
mayo, / cuando hace la calor, / cuando los trigos encañan y están los campos
en flor. Voy a hacer un brevísimo retrato o semblanza de él para que veáis
que no es algo imaginario, irreal o ficticio; que no es algo surrealista. Era un hombre viejo, flaco, desgarbado, con profundas arrugas en la
parte posterior del cuello; más bien alto que bajo, con una pierna de palo y el
brazo izquierdo cortado a cercén; era un hombre solitario pero solidario, de fuerte
pero callada personalidad; de semblante serio, grave, pero sereno. En resumen: podría ser, estoy seguro,
un magnífico personaje para Hemingway, por ejemplo. Aquella hermosa tarde de
primavera me dijo a la luz del crepúsculo, en la pequeña terraza de la taberna
del puerto, después de ser presentados: “He andado muchos caminos, he abierto
muchas veredas; he navegado en cien mares y atracado en cien riberas”. Y, con
una jarra de cerveza en la mano, continuó: “¡Ay del que llega sediento a ver el
agua correr y dice: la sed que siento no me la calma el beber!” En su juventud,
como me confesó luego, el viejo y
experimentado marinero había hecho vida desordenada y había sido algo bebedor,
sin llegar al alcoholismo. Pero él, en aquél momento, se refería, lo comprendí
perfectamente, a lo inapagable que era su sed de comprensión. Algunos se reían
del viejo pirata por su aspecto anacrónico -era un arcaísmo viviente-,
pero él no se molestaba nunca, no le daba importancia a lo que dijeran u
opinaran de él. “Me trae al pairo lo que digan”, solía decir como buen
marinero. ¡Cómo me gusta escuchar a los que tienen algo interesante que decir! ¡Qué
poco me gusta oír a los que solo tienen lo superfluo, lo huero o armas blancas
en la boca¡ El viejo lobo de mar –piel
curtida por miles de singladuras- solo hablaba, según me dijo, con los que estaba
seguro que sabían escuchar. Semanas más tarde de aquella charla recibí una
carta de Capitán Tajamar, como cariñosamente le llamaba yo, dándome las gracias por
haberle escuchado. Me sorprendió y me alegró enormemente aquella misiva. Porque
por lo menos había alguien que me comprendía a mí.
Capitán Tajamar y yo nos vimos otra vez al día siguiente. Al
mediodía. Cuando, como todos sabemos, se empiezan a contar las singladuras. A las
doce del día. Hasta las doce del día siguiente es una singladura. Y la nueva
singladura, la nueva conversación, tomó el rumbo, la ruta, de los clipper. Aquí
aparece, claro, en forma de resumen no de diálogo de novela. Por razones obvias,
claras y evidentes.
El clíper o clipper era un buque
de vela de mucho andar. Su nombre viene, procede, del inglés clip –que, como verbo neutro, significa
moverse o deslizarse con rapidez-, incorporado a los diccionarios de los
principales pueblos marítimos para denominar toda clase de velero rápido con
entera independencia de su aparejo. Debe, por tanto, desterrarse la creencia de
que todos los clíperes eran pailebotes. Es más, los verdaderamente célebres
llevaban aparejo redondo, siendo principalmente fragatas y bricbarcas. Como la
palabra clip tiene también en inglés
las acepciones de esquilar, cercenar, tijeretear, pellizcar, acortar…, algunos
dicen que por el esquilar se llamó clippers a los veleros ingleses
empleados en el tráfico de la lana de Australia -1852 en adelante-; pero es de
notar que anteriormente recibieron ese dictado los veleros de Boston y
Baltimore, tan famosos en la línea de California (1848), y, aún antes, los de
la carrera del opio; célebres durante
la guerra de este nombre (1839). Así que el término se aplicó en el sentido de
raudo, veloz…, aplicación lógica, ya que, por ser estos barcos muy finos y
estar dotados de mucha vela, hendían las aguas más prontamente que los antiguos
navíos de amuras llenas, y también que los primeros vapores, con quienes entablaron
dura contienda, en la cual resultaron vencedores los últimos, pero no sin que
antes les disputaran gallardamente los veleros el señorío de los mares. Por la
misma razón de velocidad llaman los ingleses clippers a los buenos caballos de carreras.
Las grandes hazañas de los
veleros mercantes puede decirse que comenzaron al terminar la Guerra de la
Independencia norteamericana, que es cuando aparecen los primeros clíperes,
para dedicarse muchos al contrabando, tráfico de negros o, peor aún, a la
piratería. Después, al prohibir los chinos, en 1839, las importaciones de
drogas, que proporcionaban pingües beneficios a las colonias británicas, y
desencadenarse por ello la llamada guerra del opio, acudieron varios clíperes
americanos para introducirlas subrepticiamente por los puertos o por las playas
de los mares de Oriente; pero donde más importancia tuvieron tales barcos,
además de en el comercio del té y de la seda, fue en el tráfico con California
y Australia.
La derrota de California empezó a
adquirir verdadero auge allá por el año 1848, en que la antigua provincia
española, donde aún hoy suenan las campanas de nuestras misiones, dejó de ser
territorio mexicano para incorporarse a la Unión Americana, si bien la
categoría de Estado no se le concedió hasta dos años más tarde. Es el mismo
tiempo en que son descubiertos los grandes yacimientos auríferos que despiertan
en todo el mundo una incontenible sed de riqueza. Para trasladarse a El Dorado,
muchos habitantes de la costa oriental americana, así como innumerables
aventureros que de los rincones más apartados del globo llegan a Nueva York,
prefieren hacer el viaje por mar a unir su suerte a las de las caravanas que se
internan por regiones inexploradas en carruajes primitivos. Si bien la travesía
marítima, no estando abierto el canal de Panamá, obliga a dar la vuelta a todo
el Continente, con las naturales molestias y peligros de grandes temporales, el
viaje por tierra resulta aún más largo, incómodo y arriesgado, pues los indios
tratan de impedir por todos los medios a su alcance la penetración del hombre
blanco. Por dichas causas, la navegación alcanzó un desarrollo tal, que se
calculan en 700 el número de barcos que el año 1850 transportaron emigrantes a
California. Eran éstos gentes de toda laya, abundando los indeseables. Jóvenes
y viejos allá iban, con la esperanza de hacer rápida fortuna, soportando
grandes sufrimientos, amontonados en bodegas pestilentes; mas la ilusión de
mejorar su vida contagia de unos a otros la alegría, que se desborda entonando
la canción de moda: “Round Cape Horn”. A la llegada a San Francisco es muy
frecuente la deserción en masa de las tripulaciones, adquiriendo de la noche a
la mañana todos los forasteros el mismo oficio: buscadores de oro. La afluencia
llega a ser tan extraordinaria, que en diez años triplica “Frisco” su
población, recurriéndose, por falta de albergues, a utilizar barcos viejos como
hospederías flotantes.
Y, ahora, vamos al grano. La
construcción de clíperes se inició en Baltimore, alcanzando gran fama después
los astilleros de William Webb, de Nueva York y, más todavía, los de Donald
MacKay, de Boston, conocido por el “mago de los constructores navales” y cuyo
lema era que ningún otro velero del mundo superase a los suyos en andar. De
éstos, el Surprise, en su primer
viaje a San Francisco, tardó noventa y seis días, reduciendo a la mitad el
tiempo empleado por los anteriores, lo que causó el sensacional asombro que su
nombre augurara. El mismo constructor botó al agua en 1850, a los sesenta días
de haberle puesto la quilla, el Staghound,
de 1535 toneladas, siendo la superficie total de las velas superior a los 4000
metros cuadrados, 1000 más de lo acostumbrado hasta entonces.
En la historia de los clíperes
abundan los temas de novela: actos de heroísmo y de crueldad, sublevaciones,
regatas, contrabandos y trágicos naufragios. Uno de vida muy inquieta fue el Nightingale, construido en 1851 para
llevar pasajeros a la Exposición Mundial de Londres y figurar en aguas del
Támesis como modelo en su clase, siendo bautizado con el nombre de ruiseñor en honor a la
famosa cantante sueca Jenny Lind, cuyo busto llevaba de mascarón de proa; pero
antes de completar su armamento se arruinó el propietario, que había invertido
grandes sumas en lujosos salones, suntuosamente decorados, terminando por
venderlo en 75000 dólares a una compañía que lo destinó a la “carrera del té”. Luego pasó a ser
propiedad de unos brasileños que le hicieron el repugnante papel de negrero.
Apresado por un buque de guerra norteamericano y conducido a los Estados
Unidos, fue armado durante la Guerra de Secesión, y después reanudó la primera
vida de pacífico mercante entre California y China, finalizando sy existencia
bajo pabellón noruego. Ante la imposibilidad de enviar el Nightingale a la Exposición de Londres, y pensando fundadamente
cuánto interés despertaría allí alguna reproducción de los más famosos veleros
americanos, se mandó como prototipo a un modelo del Palmer, barco que consiguió hacer una travesía de Cantón a Nueva
York en ochenta y cuatro días. El primer capitán de este clíper era hermano del
armador y viajaba siempre con su mujer, haciéndose notable en los puertos por
las espléndidas fiestas que daba a bordo, aunque ya de por sí llamaba
grandemente la atención la elegancia de la nave, construida con detalles
propios de un yate de recreo. Desde el punto de vista marinero también resultó
una embarcación extraordinaria, y seguramente hubiera llegado a batir al Flying Cloud (1795 toneladas), el más célebre de los
clíperes americanos, de no ocurrir un incidente lamentable cuando lo mandaba
otro capitán, quien por dar un trato despótico a la tripulación creó un estado
de indisciplina que le obligó a ir de arribada a Valparaíso, aprovechando
entonces diecisiete marineros la ocasión para desertar. El Flying Coud venció en la regata, cuando el resultado parecía
favorable al Palmer, que llegó tres
semanas después a San Francisco; en la historia del Flying, orgullo de los astilleros MacKay, figuran dos viajes de
Nueva York a California en ochenta y nueve días, marca que ya sólo pudo
alcanzar una vez el Andrew Jackson.
Uno de los mayores barcos de
entonces era el Challenger,
construido en Nueva York. Su desplazamiento superaba las 2000 toneladas, con 77
metros de eslora y más de 6000 metros cuadrados de velamen, teniendo sólo la
vela mayor cerca de 400. En estos buques se introdujo el sistema de gavias
dobles, con lo cual resultaba más sencilla la maniobra, viéndose en adelante
hasta seis velas por palo. El primer viaje del Challenger, mandado por el capitán Waterman, tristemente célebre
por su crueldad, resultó un fracaso. A la llegada a San Francisco fue
procesado, en unión del primer oficial, ordenándose también el desembarco de
todos los tripulantes. Renovada la dotación, continuó viaje a Shanghai a cargar
té para Inglaterra, en donde despertó tanta admiración que, encontrándose en el
muelle del Almirantazgo, se le dispensó de arriar bandera.
El Neptune Car debe su celebridad a que por quedarse repentinamente
ciego el capitán durante un viaje, y arrestado el primer oficial por
insubordinación, tomó el mando la mujer de aquél, una muchacha de veinticuatro
años, pues el segundo oficial carecía de suficiente práctica en la navegación.
Y, como el marino más experto, llevando a su cargo la derrota y maniobra del
buque, alcanzó San Francisco a los cincuenta y dos días del desgraciado suceso,
ocurrido a la altura del cabo de Hornos. (continuará)
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