La Octava Sinfonía de Beethoven es sin duda la menos conocida de las nueve obras maestras que el compositor alemán dejó escritas. Puede decirse que, situada entre la Séptima y la Novena, su amable superficie apenas se percibe, del mismo modo como Mercurio, planeta menor, no se ve mucho por su excesiva proximidad al Sol. Sin embargo, algunos críticos han defendido la especial calidad de esta sinfonía vital, simpática y alegre que precede al gran esfuerzo compositivo de la Novena. Uno de estos críticos fue Bernard Shaw, quien escribía el 5 de noviembre de 1895 en el periódico “Daily Chronicle”:
“La popularidad de la Séptima Sinfonía, que Richter repite ad nauseam, se debe evidentemente al ritmo galopante del primer movimiento, y al vigor de la estampida y las carreras que se oyen en el último, por no mencionar la sencilla forma de himno que adopta el bonito allegretto. Pero en todos los aspectos más sutiles, la Octava es mejor, con su inmensa cordialidad y su exquisito sentido del juego, su candor y naturalidad perfectos, sus filamentos de melodía celestial que de pronto empiezan a fluir de la masa del sonido, y se van volando como si fueran nubes, y la astuta coquetería armónica que con los irresistibles temas de gran animación, después de innumerables fintas y de invitaciones y promesas que mantienen el alma en vilo, de pronto se te echan encima a la vuelta de las esquinas más insospechadas, y se te llevan con ellas con una deliciosa explosión de alegre energía...”
Bernard Shaw: The great composers.
Univ. of California Press, 1978, pp. 108.
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